08/02/24.
—Ahora levanten los brazos y extiéndalos horizontalmente… ¡Así! ¡Descansen!
Una sola fila, la línea de pantaloncitos azules se mueve, pierde simetría, manchas de sol sobre el asfalto. La masa de muchachas se convierte en un todo borroso. Once de la mañana que no pasarán nunca. El muro del liceo permite el reposo de algunas ramas del camoruco ya mustias.
Miriam entrelaza sus piernas, apoyando los codos en las rodillas y espera al final del receso, las estudiantes parecen ignorarla en sus cuchicheos y los gestos de la coquetería. Miriam mira absorta la textura misma del asfalto, con la espalda inclinada, y la humedad tibia de sus muslos bajo el sol inclemente.
Corazón-pozo, sombrío foso de ausencia, he aquí el dolor.
Dentro de las líneas del paisaje recordaba fugaz la presencia de aquellos vagones de tren abandonados, las copas de los árboles proyectando una enorme sombra a la orilla de la avenida, ceibas, jabillos, samanes, carabalíes, y ese viento de inicio de la noche que apenas alcanzaba a levantar el dobladillo del vestido de una muchacha que pasa rumbo al parque. Él había detenido el carro allí, inesperadamente, sin consulta previa, él, con su elegancia de gesto refinado, su aroma de pinos, su historia de tres años cercanos.
Con un dedo rápido introdujo de nuevo el cassette en el radio-reproductor, y la voz melodiosa, metálica, salió de improviso en una ráfaga golpeante.
—(“Se te olvida / que me quieres a pesar de lo que dices / pues llevamos en el alma cicatrices / imposibles de borrar”).
La mano de él comenzó a pasearse por su muslo, como dando palmaditas.
—Tranquilízate, Miriam, tranquilízate.
La lágrima de ella se detiene en la cuenca del lagrimal y crece, pero ya no es agua sino cristal endurecido, no es gota, es pozo profundo, no es frágil es metálica bala acerada. (–No quiero que brotes–.) La lágrima se revierte, pupila húmeda.
—Te pedí que no salieras con ella.
—¡Y salí! ¡Salí!… ¡¿Y entonces qué?!
Ahora el contacto de esa palma sobre su muslo deroga en roce violento no caricia. Se retira. Vuelve a ocupar su lugar en el volante del automóvil.
La lágrima retenida no tiene amparo ni escolta. Miriam lo mira, trata de mirarlo. Ahora lo ve… tiene tres años llamándolo “vida”… Ella descubre lo impecable del lazo de su corbata, y lo sabe desde siempre así. Negro nudo exacto, paradigmático, entre los extremos del cuello duro blanco.
No hay válvula de escape, esa gota salada quiere deslizarse por su rostro.
—¿Qué pasa, chica? ¿Te quedaste muda? ¿No tienes nada que decir ahora?
Espeso cielo gris sobre los camorucos, las ceibas, los jabillos… Corazón-pozo, sombrío foso de ausencia, he aquí el dolor.
El timbre suena, y las muchachas en medio de risas y gestos voluptuosos vuelven a formar filas, la profesora sin embargo no parece percatarse de la situación y permanece aún durante largos minutos sentada en el suelo con la cabeza gacha mirando la explanada de concreto, el silencio se generaliza. Una de las más jóvenes del grupo del primer año, una de las más audaces, decide romper la línea de fuego, y se acerca certera hasta el hombro de su profesora.
—Profesora Miriam, ya sonó el timbre…
Unos ojos se levantan a mirarla desde un lugar remoto, y después de largo desconcierto, la profesora se pone de pie, estirando sus muslos ágiles, flexionando su cintura.
—Sí… sigamos con la clase.
Los ojos de Miriam se posan distraídos sobre los rostros de sus estudiantes, y puede percibir las goticas de sudor deslizándose en las sienes.
—Coloquen las manos a ambos lados de la cintura, vamos a trotar en el lugar, para calentarnos de nuevo… ¿todas en posición? ¡Empecemos!
Los brazos en relax a los lados del tórax, las piernas firmes, los senos siguiendo el movimiento de arriba hacia abajo, las palpitaciones se aceleran.
La voz del cassette parece plegarse a la situación (¡“Atiéndeme / quiero decirte algo, que quizás no esperes / doloroso tal vez. / Escúchame / que aunque me duele el alma / yo necesito hablarte/”!) En la gota-lágrima-copa-torre-cristal de roca, Miriam evoca, reteniéndolas, algunas sensaciones de la historia. Él, cabalgador, centauro, la respiración entrecortada transfigurado en héroe de otra estancia, aquel albor de sábanas, espacio interminable para el amor, sensación de sus piernas entre las suyas, piel tibia, oasis en infinito desierto, cobijo de retorno a la salida originaria, internados uno dentro del otro hasta la saciedad, sombra de espadas, cráteres de lava feroz, erupción de infinito recomienzo.
En el silencio dentro del automóvil una hoja cruje, un tronco cruje y se astilla de rama adentro.
En la mirada de él no hay transparencia, sólo una superficie convexa de pupila sin matices.
—¿Dónde quieres que te lleve, Miriam?
—¿Cómo?… ¿Y no íbamos a pasar la tarde juntos?
—Estoy ocupado… No puedo… ¡Miriam, chica, entiende!
—¿Qué entienda, qué?… ¿Qué es lo que tú quieres que yo entienda?
—¡Esto! ¡El final: todo!
Los brazos de él se levantan, sus hombros se levantan, el rostro, voltea a mirar por la ventanilla. La llovizna comienza, apenas puede percibirse a través del cristal. Si la lágrima fluye no se escuchará ahora.
—Déjame aquí.
—¿Aquí?, ¿no quieres que te lleve a tu casa?
—No, estaré bien aquí… puedo caminar por el parque –ella abre la puerta del automóvil, no quiere que pueda ver su rostro, quiere que este instante sea borrado de la película, quiere que no pase, que no exista. Desde afuera, desde la ventanilla vuelve a mirarlo.
—¿Se acabó, verdad?… Se acabó.
Él la mira y no responde, la frase se queda flotante debajo de la sombra de las ceibas y los jabillos, entre las aguas turbias del río, entre las hojas secas y la llovizna de la noche que comienza. La frase se va, desaparece. No la oyó nadie. No estaba dirigida a nadie.
Miriam siente su falda flotando y camina rígida, señorial, percibiendo las agujitas finas sobre su piel. Hay una pequeña loma verde frente a ella; detrás, un niño juega con una enorme pelota que caerá a los pies de Miriam. Corazón-pozo, sombrío foso de ausencia, he aquí el dolor.
—Profesora, ¡la pelota!
La masa de muchachas se mueve frente a ella difusa, sólo distingue por instantes el volumen de la pelota saltando sobre las cabezas. Allí está la cesta, hay que hacerla llegar dentro.
—¡Sepárense! ¡Terminó el primer tiempo!
Pudo percibir el arranque del motor del auto a su espalda, pudo saber que él daba por asumido ese final y se dio cuenta entonces de que sus zapatos estaban mojados por la humedad del verde y la llovizna y de que la pelota del niño la había golpeado y la sombra de las ceibas, los jabillos, los samanes, los carabalíes era ahora más espesa, negra, de noche turbia. La mujer camina por la vereda descuidada, se detiene frente al banco de concreto y se sienta teniendo especial cuidado en estirar la falda, el reposo hace su rostro armónico frente a un paisaje que se oculta en el velo de la oscuridad, las lágrimas comienzan a fluir de sus ojos sin que las líneas del rostro se inmuten.
Corazón-pozo, sombrío foso de ausencia, he aquí el dolor.
La voz del bolero resuena repetitiva en sus oídos (“Se te olvida… que tenemos en el alma cicatrices / imposibles de borrar…”).
Como una panorámica desfilan ante sus ojos tres años, y la cifra suena inconexa, absurda, un número flotando en un espacio vacío, un silencio que se compagina con esta sombra de samanes, ceibas, jabillos y carabalíes.
La mujer se pone de pie cuando ya de sus ojos no brota humedad posible, de su bolso ha extraído el pequeño pañuelo con aroma suave, toca automática las mejillas como si se tratara de un rostro que no es el suyo, y comienza serena el trayecto hacia su casa. Esta calle no es más calle conocida, esta penumbra nada dice de afectos, estas hojas, estos vientos, ahora todo es extraño, desconocido, se siente una extranjera.
Corazón-pozo. Sombrío foso de ausencia. He aquí el dolor.
—Profesora, Miriam, el receso ha sido muy largo… ¿No vamos a jugar el segundo tiempo?
La profesora Miriam está sentada en el muro que bordea la jardinera y mantiene la pelota de basquetbol entre sus brazos, cuando la estudiante le habla necesita algunos segundos para entender la noción presencial de la situación, finalmente sus ojos dan alguna señal de estar en ese lugar.
—Ah ¡Sí, Martínez, tiene razón, tome la pelota!… –y dirigiéndose al grupo, que la mira curioso, se coloca el silbato cerca de la boca.
—¡Comienza el segundo tiempo!
—Puiiiiiiii!!! –suena el silbato.
La pelota salta casi exclusivamente entre las manos de las estudiantes más altas: Martínez y Flores, los zapatos de goma parecen rebotar contra el calor del asfalto, una mancha blanca trenzada que salta, otra, alguna azul, las rodillas flexionan y la pelota vuela.
—¡Esa cesta es mala!
—¡¿Por qué?!
—Tú empujaste a Antonieta.
—¿Yo?
—Vamos, Alejandra, todas vimos…
—Bueno, que lo decida la profesora Miriam.
—Profesora Miriam… ¿dónde está?
—No sé…
—¿Qué se hizo?
—Ah, pues, ahora sí… ¿Cómo que se fue?
—Vamos a buscarla, a lo mejor está en el baño.
—Verdad, búscala.
La cara de Martínez es una lápida, el relieve de su rostro sobre una superficie marmórea.
—¿Qué te pasa, Alejandra?
—¡Vengan!
En la superficie heterogénea del piso de granito un hilo delgado rojo es la línea conductora hasta el cuerpo de la mujer, el pequeño revólver yace cercano a su mano de uñas recortadas. La sangre brotando de su boca es como un error en el dibujo del rostro, siempre sereno a pesar de los grandes ojos abiertos.
Laura Antillano (Caracas, 1950)
Destacada escritora y docente venezolana. Entre sus publicaciones encontramos libros de cuentos como Un largo carro se llama tren (1975), Haticos casa Nº 20 (1975), Dime si adentro de ti no oyes tu corazón partir (1983), Cuentos de película (1985) La luna no es pan de horno (1988), y novelas como La muerte del monstruo come-piedra (1971), Perfume de gardenia (1982) y Las aguas tenían reflejos de plata (2002). Ha recibido el Premio Nacional de Literatura 2012-2014, el Premio Bienal José Rafael Pocaterra, mención poesía (2004), el Premio Ministerio del Poder Popular de la Cultura en Literatura (2011), Ascesis al Premio Miguel Otero Silva de la editorial Planeta de Venezuela (1990), Premio de Cuento del diario El Nacional (1977) y el Premio Julio Garmendia de la Universidad Central de Venezuela (1975).
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY.