27/06/24. A Ramón, el chivo que más mea, le cortaron los cachos. Se le enredaba, sobre todo el izquierdo, y a nadie le gusta tener los cachos enredados. Entonces, amarrado a un palo de aguacate, sin aguacate, porque si no es mata, y viéndonos desde allá, meó.
“¿Ah, sí?”, pensé. Tragué agua. Limpié toda su mierda, todo su meado, todo el heno, la viruta y la tierra. Con el pico, encontré el piso de granito vaciado, porque Ramón y todas las cabras lecheras del Portón del Amarillo tuvieron ese principio lujoso, en comparación con las de.
Antes de cernir, y luego de barrer, regar cal agrícola con la mano y poner la viruta, que es como poner sábanas limpias los sábados, para que rinda y tomar más agua, competí con Ramón.
El olor
Antes de cambiar las camas de las chivas, hay que beber leche de cabra fresca. Al menos en El Portón es así. También antes, cuando ella, otra cantora, se dejaba oler, el mar estaba en su piel, negrito y mojado. Cuando me correspondía, la gastronomía aparecía, y el olor a pan dulce que ella sentía tenía eso que.
En el techo del aprisco con piso de granito vaciado, a ella, antropóloga y pecosa, en ese orden, nunca la había visto de cerca. Se sentó y miré sus zapatos impecables por arriba y gastados por abajo. Saqué el chimó y dije desde la certeza: “tienes chimó en la comisura derecha”.
Ella empezó a leer en medio de sonidos de pajaritos y camiones:
“Para empezar, vamos a localizarnos en los meses de noviembre y diciembre del 2021, momento en el que era global observar pocos colegios con clases presenciales, pocos negocios abiertos, instituciones casi desiertas; se abandonaron hasta las reuniones entre amigos y familiares. Todo esto, porque cualquier razón para reunirse podía acarrear mayores costos que beneficios a los implicados. Aunque para este punto ya se contaban casi dos años de haberse declarado las medidas de bioseguridad por la pandemia, lo cual significaba, para las rutinas familiares, que había terminado un año escolar a distancia y otro comenzó, luego culminó, y dio paso al siguiente de finales del 2021, dado que desde marzo del 2020 se interrumpieron, de forma abrupta, todas las normalidades en Venezuela, tal como ocurrió antes o después en todo el mundo.
A mi familia, la pandemia y sus aprendizajes nos devolvió a la calle Bella Vista, desde la cual logramos gestionar las clases a distancia, más allá de todas las dificultades de la conectividad, durante los tiempos referidos en un sector rural que lleva por nombre El Amarillo. Con unas montañas encantadoras, que permitían una libertad extraordinaria, pero poca señal de celular, y cierta libertad en el claustro saludable, establecido por las normas de ese momento.
La razón, que también se mide, da unos 2703 pasos de distancia hasta el pueblo de San Antonio”. Sin pausa, la miro leer y masco más. A ese pueblo le dicen Sananto, cariñosamente. “Antes había neblina todo el tiempo”, afirma el abuelo Felipe García, con su camisa manchada de amarillo. Sol es la nieta. Estrella la abuela y Malú la madre, que se la pasa hablando con la cantora Ana Cecilia Loyo.
Pasa el camión cargado, Mata sigue leyendo y el papá de Sol la cuida de las pezuñas de la cabrita que todavía sólo toma leche de su mamá y no deja de saltar: “San Antonio de los Altos es la capital del municipio Los Salias, un lugar en que las personas saludan incluso sin conocerse, rico en niebla e historias de artistas. Ha sido casa de varios maestros de la música, las artes gráficas, arquitectura, literatura y hasta el autor de la letra del Himno Nacional vivió en estas montañas y otorgó toponimia.
Pero volviendo a mi familia, cuyo caso no era tan majestuoso, en especial en ese final del 2021, cuando se manifestaron nuevos cambios de rutina que exigían retomar el despertar a las cinco de la mañana, tomarnos cerca de un litro de café y montarnos nuestros macundales, para salir con todo y muchacho comido a las seis caminando hasta el pueblo de San Antonio. Ese fue el contexto del espacio y tiempo, donde comenzó también la costumbre de indagar en la herramienta pedagógica asimilable, por un niño de siete años, para caminar entre 2,5 y 5 kilómetros diariamente, sin que la situación se tornara una total batalla.
En lo que se refiere al camino no hay mayor queja posible, muchas personas pagarían tours a lugares similares en otras partes del mundo, y lo considerarían unas vacaciones de aventura. El caminar por las montañas nubladas, mientras se observa el amanecer, con cantos de pajaritos, no es problema. Todos los colores, los aromas florales, la majestuosidad de las cadenas montañosas en torno a la Gran Caracas, son encantadores. Por otro lado, los mencionados más de dos mil pasos, aun tratando de despertar, con el frío y bultos llenos de montones de cosas imprescindibles, no resultaban nada fascinantes, especialmente tras unos tres años sin transporte público en la zona y de ser parte del único colegio con clases presenciales en 15 kilómetros a la redonda.
Cada día, en el lamento del camino, en el tratar de no perder la paciencia, en el seguir poniendo un pie delante del otro, se planteaba la necesidad imperativa de co-crear formas de canalizar la frustración. En pocas palabras, caminar más allá del cansancio era la única opción para cumplir con las responsabilidades, pero debíamos conseguir la manera de hacerlo amablemente. Fue entonces, cuando un día, a medida que ascendíamos por la curva de un matadero, que es el punto de mayor pendiente en los dos kilómetros que se cuentan hasta llegar al pueblo de San Antonio, que comenzó a nacer una idea, desde lo profundo de las circunstancias conjugadas, algo multisensorial que lograba transmutar todos los pesares, calmar a los demonios y volcanes en erupción”.
La misa
El señor es santo y santo es el señor, repetido, es una canción. Como monaguillo, y siguiendo los pasos de otros, estuve brevemente en las entrañas del monstruo. Cantar esa canción, en una especie de comunión, altera los sentidos. Mi voz salía plena, lisa, contundente.
“¡Cállate!”, gritó el padre Felipe tapando el micrófono y viéndome de reojo.
Dijo las cuatro palabras sin pausa, porque la canción siguió. Las últimas tres, las recuerdo sin tipografía y sin signos auxiliares, excepto la barra: “Que/tú/desafinas”.
Mata, en la moto, va contando. De repente, como nunca en el viento de la carretera Panamericana, la canción se queda quieta a 80 kilómetros por hora, sin la cronista, que sigue leyendo; la pellita de chimó se convierte en un lunar nunca antes visto. Hablaba ella de volcanes en la montaña mirandina: “En ese momento, con toda la normal fetidez que puede caracterizar a un lugar dedicado a matar animales, aunado al hedor existencial que nos encontrábamos procurando manejar, una madre, un hijo y su padre, conjugaron la letra, armaron la melodía y todo se tornó en un grito para una canción: Esto apestaaa, apeestaaaa, apeestaaaaaa, apeestaaaaaa. Sonó casi como un grito de guerra, o un himno contra el malestar, contra la apatía, contra el cansancio, dando paso a la tranquilidad. Finalmente ese día, se instauró la costumbre de caminar cantando, con cantos que impulsan cada paso, permitiendo las sonrisas del camino. El día que formulamos esa catártica canción, con nuestro propio ton y son, todos los latidos del corazón y datos específicos de la vida en esa locación”.
Después, como en una película en stop-motion, se paró y escupió en la tierra.
POR GUSTAVO MÉRIDA • @gusmerida1 / ALICIA MATA
FOTOGRAFÍA DENNYS GONZÁLEZ • @dennysjosegonzalez