13/11/24. Un pequeño gato mueve su pata, le da a una pequeña semilla, redonda, de un color tan intenso como el mismo sol que empieza a salir. Seguramente desde la mirada del gato esto no es una semilla, es más bien otro animal. Todo adquiere vida para quien está dispuesto a dársela. Significancia, repito la palabra acelerando la transcripción de unas notas que han aparecido como suele pasar, mientras veo aquello que sacude mi constancia, lo que me desprende del mundo para volver a ver e intentar asimilarlo con más energía y entrega.
Cuando nos fijamos mucho en el futuro, podemos angustiarnos y tachar las posibilidades de aprendizaje, no sólo de los niños en el tiempo presente, sino de los niños que somos, que podemos seguir siendo...
Es temprano para quien desea seguir pegado a las sábanas, pero tarde para quien debía haber comenzado su jornada hace más de un cuarto de hora. El sol calienta el cuerpo, el que ha comenzado a despertar poniéndose a andar, los ojos empiezan a arder junto a las palabras, se van quemando junto a los minutos, sin embargo nada es ceniza, no puede serlo. Por eso saca el grafito y la libreta, aliados en esta tarea de vengar el tiempo, como si la sola escritura fuera un arte que puede burlar el encuentro con lo efímero.
Pero no, el paso adquiere su relevancia cuando vuelve el gato, se monta en la hoja y empieza a trazar nuevas líneas, al menos para él, que ha descubierto la manera de hacer uno con la antorcha que ya, sobre el tráfico, revela la desnudez de la mañana.
Escribe en el bus, en el breve espacio que le deja ella, no porque pueda mover con suficiente destreza el brazo, la mano, para poder fijar lo que va percibiendo, sino porque ella lo va envolviendo, y él intenta detener otro gesto, el del gato que se aleja y se acerca con sus toques, atracción, ella mirándole de reojo, él evitando ser observado, y entre ellos, la esfera yendo y viniendo a las pequeñas garras del minino.
Alza la mirada, presa de un perfume inigualable, desciende poco a poco detallando las uñas, carmesí, de ella que ahora fija la atención o simula fijar la atención en la pequeña pantalla. Él escribe, atento, lo que ve, aprovechando los breves instantes que ofrecen otros círculos, diminutos, en lo alto, rojos también.
Es la luz de los semáforos, el corneteo insustituible de un día que ha comenzado, el roce del apúrate, del un poquito para atrás por favor. Y es el tiempo, nuevamente, que juega con todos nosotros mientras nos desplazamos por la vida.
Inevitable, se dice, escribirnos es juego, así como estos cuerpos se deslizan. El sonido, la combustión de las máquinas, el parloteo de las aves bajo un azul sin contemplaciones, la nitidez que suele aparecer sobre todo quien se atreve a verse en lo blanco, intento de transparencia bajo una llovizna.
Está en los muritos de la plaza, dentro de un cuatro por cuatro jalado por una cuerdita, conquistando otro impulso, otro que no admite metáforas ni vacilaciones, es él, con su hermano mayor y un amigo, un universo que se hace tan cómplice como la misma sombra del gran cedro y de la acacia que sirve de torre de control, subimos allí para observarlo todo, para sentir que podemos conquistar una cierta perspectiva que nos hace, de alguna manera, invencibles.
Ahora siente el mismo impulso, la hoja es un paisaje, delgadas líneas azules que sirven para indicar una cierta regularidad, cómplices de otra fugacidad, la de ella que se sabe observada, quizás intenta leer lo que va apareciendo y él sigue.
En la vida no hay metáforas posibles aunque de alguna manera pensemos que nos realicen, nos vayan traduciendo, pero la vida no admite traducciones, no es un juego ni un sueño. Las frases llegan una a una antes del clic de la imagen que otros empiezan a fijar en sus teléfonos como si eso fuera suficiente para salirse de toda congestión de vehículos que amenaza por retrasarnos más.
Es en este preciso momento donde lo asalta la pregunta: ¿Se deja de ser niño? Repite la palabra niño como si esto fuera suficiente para sacudir sus obligaciones de adulto, de estar delante de quienes lo esperan. ¿Acaso un niño no es responsable ante sí mismo? Y no tarda en responderse: Claro que se nos ha instaurado un orden, una manera de encontrarnos, claro que necesitamos cierto anclaje egocéntrico, para poder afianzar nuestra identidad, claro que muchas veces lo olvidamos o exageramos tanto que no pocas veces se diluye, lo que nos hace, ciertamente, personas, es decir, capaces de resonar con el mundo que nos habita tan social como natural.
Y vuelve al acto mismo de la escritura que algo tiene, según parece inevitable, de traducción, a pesar de lo que hemos advertido líneas arriba. La mejor manera, más bien dis-posición, que tienes en el momento de escribir es no dejar de asombrarte, repite acariciando al gato que anima al mundo sobre la libreta, haciendo que la semilla vaya de un lado a otro, el bus acelera y parece que puede caerse, pero ella queda así, girando entre línea y línea.
Escribir es asociar, encontrar mundos donde a la vista del común sólo existe uno, llano, simple. Y eso es lo que hacemos cuando niños, creamos, aunque para los adultos no pocas veces seamos caos. Caos, repite la frase reconociendo que dicha palabra señala el origen de todo lo existente.
El niño crea, a veces con una gran responsabilidad y dignidad que ninguna actividad de adulto pudiera compararse, quizás la más cercana sea el arte y dentro de él, no olvidemos, la literatura. Pero eso es tema de otra reflexión.
No se deja de ser niño, aunque con frecuencia lo olvidemos. El mito, la narrativa sobre la niñez, instaurada con énfasis especialmente desde el despliegue mismo del sistema-mundo capitalista, ha tachado este impulso primario de ser niño que solemos ver bajo la etiqueta “cosas de niños” y que ocluye de manera nefasta, la honestidad, las muestras de afecto, la ternura, la solidaridad, el asombro, la interpelación, la duda, en fin, la transparencia del ser… que se nos prohíbe de adulto, precisamente porque haría estallar nuestra propia realidad cosificada.
Así, exaltamos todo “lo mágico” del niño que dice sus primeras palabras, cuando sonríe, celebramos “su gracia”, el gesto de habernos hecho un dibujo y lo pegamos en la puerta de la nevera, etcétera. Incluso hay quienes le aplauden cuando dice una palabra “indebida”… Porque en cierta forma, está haciendo mundo, como dicen, “está aprendiendo”… pronto será borrado en su singularidad…
El desafío de la autenticidad, es precisamente, no olvidar ese potencial que tenemos. Escucharemos frases, lamentablemente trilladas, en grupos de “autoayuda”, como “encuentra tu niño interior”… pero esto no puede ser una construcción banal, amerita verse con mucho detenimiento y aunque este espacio es muy reducido para ello, al menos considero que he dado algunas pistas para enfrentar ese desafío.
Es cierto que el niño necesita orientación, igualmente que el adulto, nadie nace aprendido, sobre todo en tiempos multiculturales: vivimos atajando cómo relacionarnos, pero también de qué manera vamos asumiéndonos en tanto agentes morales protagonistas de nuestra propia identidad tan personal como cultural.
Y aquí aparece otra frase mítica: “los niños son el futuro…” no, son el presente, todos los niños y no tan niños, producimos el tiempo en tanto vivencia. Si bien es cierto, que la manera en que vivamos nuestra niñez determina en gran medida nuestra adultez, también lo es el hecho de que este presente nuestro, el ahora, permite trazar las posibilidades de las próximas líneas de nuestra vida.
Cuando nos fijamos mucho en el futuro, podemos angustiarnos y tachar las posibilidades de aprendizaje, no sólo de los niños en el tiempo presente, sino de los niños que somos, que podemos seguir siendo, no exentos, claro está, de responsabilidades.
El mito de la niñez, en consecuencia, se desmonta cuando nos enfrentamos dialógicamente, desde el encuentro, la disposición, tanto con esas niñas y niños que pueblan el presente como con el niño que somos y nos sigue realizando, a pesar de los discursos cosificadores.
¿O no ha pensado usted en lo que nos enseña y sorprender un niño cuando nos dice o hace algo como si a través de eso empezamos a ver el mundo de nuevo? No, no deberíamos olvidar lo que, si queremos, podemos seguir siendo.
Me he bajado del bus, avanzo, cruzo la calle, al otro lado, ha crecido la semilla, se abre, entra a ella como quien entra al mundo, me limpio las patas y sueño…
POR BENJAMÍN MARTÍNEZ • @pasajero_2
ILUSTRACIÓN ERASMO SÁNCHEZ