No se puede amar al otro despojado de su alteridad, solo se puede consumir.
Byung-Chul Han: La agonía de eros
19/11/24. El autobús, pesado, lento, pasa frente al parque mecánico, lleva los cuerpos, alumbrados por la luz de un sol que revela, a pesar de todo, la bondad de poder sentirse parte de la tierra, de esta porción de tierra que llamamos ciudad, una que por un instante me dicta otras formas, nada ajenas, a esos cuerpos.
El cuerpo, en consecuencia, es espejo de sí mismo y de otros... es lo que lo convierte en el núcleo de la propia identidad tan individual como social, y más ampliamente, cultural.
Y siento que percibo el vacío a través de esos ojos, los de ella, en la puerta, mirando hacia afuera, hacía el río tal vez, cruzando este valle, él, con sus pequeños rostros ocultos entre tantos residuos, y es como si ella quisiera limpiarlos y hacer del paisaje un nuevo relámpago, algo que alumbre aunque sea por un instante más allá de los conos de tránsito, intentando en vano alejar las sombras de un día que apenas comienza.
Hay otra sombra, la del sueño aferrado al pasamano donde cada uno de los cuerpos se sujeta, por si hay un frenazo, dirá un señor que parece doblegar mi edad. Esta sombra los habita, a ellos, sumergidos en lo que ofrece la pantalla, encaja como lego en la mano.
Sobre ella otra luz, otra memoria intentando no ser borrada por lo efímero, lo que tiene un costo sin que ellos lo adviertan, porque no se trata de lo que pueden cambiar por el billete verde, ese que crece sin ningún asidero, aunque ellos tampoco lo sepan.
El sueño habita los cuerpos, una esperanza, nudo gordiano, impulso tras impulso que, según dicen los entendidos, refuerza la experiencia, la misma fuerza de los cuerpos, la ciudad, la vida.
Pero hay otros, determinados y determinantes, del no aparecer, del no mostrarse, del no goce del sí mismo, sí misma sobre todo, porque según, las afecta más a ellas que a nosotros los hombres, desdibujando los márgenes entre lo natural y lo mercantil, entre lo que es tan corriente que pasa tan aceptado que no demuestra su vileza, su producción ideológica, su hipocresía.
El objeto cuerpo, el cuerpo mercancía, preparado para su consumo, adquiere su coseidad allí donde es vaciado de todo su encanto de ser vivo. Al hacerlo, demuestra que no puede ser más que eso: una apetencia. Pero, ¿cómo se expresa de esta manera?
Toda producción cultural en cierta forma nos aleja de lo que podemos llamar “lo natural”, pues en ella hombres y mujeres se generan como tales en el marco de una sociedad que les exige determinadas apariencias ligadas a formas particulares de ser y estar en el mundo.
Sin embargo, algunas evidencias culturales señalan cómo la acentuación de las posibles diferencias inherentes a cada ser resultan aniquiladoras de la propia identidad, es decir, de pertenencia al propio cuerpo, creando un distanciamiento dramático con lo que puede un individuo reconocerse parte de dicho cuerpo.
Tales vinculaciones entre lo que podemos llamar “espíritu” y propiamente un cuerpo, son producciones culturales, pero algunas de estas al volver el cuerpo un fetiche, un objeto de veneración pro consumo, dinamizan formas de extrañamientos que en nada favorecen a la dignidad de los hombres y mujeres. Sostener esto no implica de ninguna manera sustituir un etnocentrismo por otro, como ocurre cuando se pretende imponer una visión restringida y por lo tanto, miope de los derechos humanos ante una alteridad cultural.
Se trata más bien de dar cuenta de que existe un respeto al cuerpo propio y al goce que cada quien desea darle sin menoscabo de su propia autovaloración, sea el cuerpo que sea.
Digamos entonces que no pocas veces lo social se aleja de la propia vitalidad para la cual se ha producido el cuerpo, pues además de que nacemos con uno, lo que este es, obedecemos siempre a determinadas “regularidades” que se esperan de él, en tanto pertenece, volvamos a decirlo, a falta de otra palabra, al “espíritu” y este, al cuerpo.
Tal alejamiento hace que se vuelva extraño a quien habita dicho cuerpo, me refiero por ejemplo, al alterado por determinadas prácticas machistas, y no pocas veces religiosas, que forzadamente anclan el no goce individual a una ficción retórica que tacha el derecho a la propia singularidad humana, impidiéndose la autonomía y disfrute de lo que el propio yo desea para sí.
Tal es el caso de no pocas prácticas rituales asumidas como “sagradas”, tan occidentales como no occidentales, donde se infringen daños irreversibles al propio cuerpo, por ejemplo cuando se mutila el genital femenino.
Así como también existen otras prácticas más comunes entre nosotros: el uso de zapatos de tacón alto, agresivas formas de planchado y tratamiento del cabello, depilación, “hacerse las uñas”, ortodoncia no “correctiva”, cirugías prácticas en función de patrones corporales coloniales, uso indiscriminado e innecesario de lentes de contacto, prácticas todas estas como bien sabemos, que no son exclusivas de las mujeres e incorporadas de la modernidad líquida, por usar el término de Bauman.
Así volvemos a la pregunta que hemos estado haciéndonos a lo largo de nuestros escritos para esta sección de la revista: ¿Qué es el cuerpo? ¿Qué concepto de ser humano podemos establecer cuando él mismo lo modifica esté o no consciente de ello? Al menos sé por ahora que no es aquel que se define atentando permanentemente contra su propio cuerpo, un cuerpo que, en consecuencia, no puede ser sino violento, activador permanente de lo que Foucault trabajó ampliamente como “biopoder”, es decir, el poder sobre la vida que hace del cuerpo un engranaje más de su propio aniquilamiento.
Y es que el cuerpo, como siguen manteniendo los sabios indígenas, es la tierra misma, por lo tanto, todo lo que le hagamos a él y a ella, se nos devuelve con creces.
Por eso tal vez no existe mayor metáfora que aquella donde somos capaces de vernos como parte de nosotros mismos, quizás esta sea el cuerpo en su particularidad… ¿Por qué he dicho metáfora? Porque el cuerpo es aquello que nos dinamiza, nos pro-yecta, nos motiva a ser en tanto puede encontrarse consigo mismo anclado al “espíritu” que lo habita, pero también a otros sin los cuales no pudiera ser, pero esto sólo es posible cuando se le permite a cada quien habitar plenamente –por muy difícil que sea- su propio cuerpo, esto es, generar su propia identidad, ajeno a cualquier inscripción que otro u otra desee hacerle en ella o en él.
El cuerpo, en consecuencia, es espejo de sí mismo y de otros, lo cual no debe extrañar a nadie, pero con frecuencia suele olvidarse. Esto es lo que lo convierte en el núcleo de la propia identidad tan individual como social, y más ampliamente, cultural.
Y claro, esto es un gran desafío, sobre todo para quien le pesa más una determinada tradición, opinión, precio… Es aquí donde reside precisamente esta indispensable necesidad de ser soberanos con nosotros mismos, si de ser humanos se trata, lo cual implica cuestionar ciertos ideales “de belleza” que nos condenan al no ser, pero el bus sigue y sólo he advertido lo que creo también viaja conmigo…
POR BENJAMÍN MARTÍNEZ @pasajero_2
ILUSTRACIÓN ASTRID ARNAUDE • @loloentinta