El Guinness urgió varios logros a la vez: la fastuosidad de la música para homenajear a la patria, la belleza de Caracas con su Waraira de telón y la maledicencia de una facción del país sombría
Por Marlon Zambrano • @marlonzambrano / Fotografías Archivo
Piotr Ilich Tchaikovsky se llamó el autor de la Marcha Serbio-Rusa sobre temas populares eslovacos que sonó el sábado 13 de noviembre pasado desde el patio de honor de la Academia Militar, en el paseo Los Próceres de Caracas, con la misión de demoler el récord Guinness de la Orquesta más Grande del Mundo que ostenta Rusia desde 2019.
Su autor, conocido sencillamente como Tchaikovsky, la compuso en cinco días mientras transcurría el año 1875 por encargo de su amigo Nikolái Rubinstein, para homenajear a las víctimas y sobrevivientes de las primeras escaramuzas de la guerra contra Turquía en la que los rusos se aliaron con los serbios.
Pocas familias no cuentan con un miembro, un vecino o un allegado en las filas de ese inmenso universo de músicos regados por todo el país
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El músico arregló la marcha utilizando cantos populares, composiciones fúnebres, un repentino clímax de trompetas hirientes como pidiendo auxilio que amaina para describir el momento en que los rusos llegan al apoyo de los eslavos, hasta finalmente solazarse con un largo embeleso que traduce, alegóricamente, la esperanza de que juntos podrían derrotar la tiranía otomana. Los rusos ganaron, hay que decirlo, al minar el dominio turco de casi 400 años sobre las naciones balcánicas.
Bululú
Dos de mis tres hijos forman parte del Sistema. Uno toca el cuatro y el otro integra la coral. Son más o menos disciplinados porque la mamá los va arreando para que cumplan con el estudio y las prácticas. Quizás, pocas familias no cuentan con un miembro, un vecino o un allegado en las filas de ese inmenso universo de músicos regados por todo el país. Los míos no asistieron al magno evento a regañadientes: no habían ensayado, andan muy entretenidos en un torneo vecinal de Minecraft y sus padres, típicos urbanitas desclasados, consideraron que eso era demasiado bululú. Al ver la transmisión en vivo a través del canal de todos los venezolanos, nos arrepentimos por la falta de juicio, porque también nos habría encantado escribir parte de la historia.
Bravo pueblo
Lloré un poquito. No cuando tocaron Venezuela, una pieza que a veces suena a marketing electoral, proselitismo adeco o demagogia patriotera, sobre todo cuando trastoca mi felicidad y me propone un camino tan trágico para querer a mi país: “Y si un día tengo que naufragar/ Y el tifón rompe mis velas/ Enterrad mi cuerpo cerca del mar/ En Venezuela”. Mis lágrimas, de cocodrilo, surgieron cuando tocaron el Gloria al Bravo Pueblo, ese canto patriótico tan vigente desde el lejano 1810 que me enternece profundamente cuando lo asimilaba mi abuela para dormir a algún nieto díscolo, gracias a esa elipsis histórica que exalta el sincretismo emocional de las madres venezolanas: “Duérmase mi niño que tengo que hacer/ Lavar los pañales y hacer de comer…”.
Veedores
Tampoco lloré demasiado: el universo de 12 mil músicos criollos frente a los 8.097 rusos de la vez anterior estaba más que superado, los cinco minutos del récord previo devastados con creces durante la interpretación por 12 minutos de la Marcha Eslava, y la certificación de los 260 espías de la firma KPMG para la organización Guinness, denotó en todo momento un rigor indiscutible, como todos los resultados electorales que supervisan los veedores internacionales año tras año, triunfo tras triunfo, a pesar de la negación patológica de los partidos de oposición.
La paja
El otro récord fue el de la habladera de paja: desde que se conjugaron 12 mil inútiles a desafinar hasta que eran personas sodomizadas por un capataz que los iba latigueando. Si paralelamente a algún estratega se le hubiera ocurrido solicitar formalmente a la organización internacional Guinness World Records medir el grado de maledicencia en contra de la hermosísima jornada, se habría podido alcanzar no uno, sino dos marcas mundialmente significativas: La orquesta más grande y el odio más grande. La vocera oficial de todo evento relacionado con el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, la pianista Gabriela Montero, se encargó de ensalzar los peores escenarios a través de las especulaciones: la llamó la “coronaorquesta” y la vinculó con el fin de los tiempos. “En un momento en el que el COVID-19 causa estragos en Venezuela y la mayoría de la población no está vacunada y la gente se muere de hambre con un salario de tres dólares al mes” fue, quizás, lo más suave que escribió a través de las rutas virtuales, donde asomó la posibilidad de que fuimos coautores de la banda sonora del Armagedón y el soundtrack de un nuevo Big Bang, con Nicolasito tocando flauta como uno de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
Del otro bando, en un hilo de diálogo digital el rockstar Moisés Flores Pérez, músico de la banda Post punk, Dark Wave y Dark Folk venezolana Sofía Insomnia le respondía a una acalorada antagonista que le reclamaba su exceso de optimismo por ese récord Guinness a “la soberbia y la imprudencia oficial”. “Lo único caótico que percibo es el aburrido zumbido de una minoría de venezolanos mortificados por algo cultural y moralmente enriquecedor para un país tan jodido como el nuestro. Y aunque me resulte absurda tanta antipatía, entiendo la frustración del sectarismo y la beatitud ideológica que desde el ámbito partidista se ha venido sembrando y promoviendo entre los venezolanos. Aquí lo más trascendente es que hay una generación que sobrepasa nuestros complejos como sociedad, que va en otra dirección con otros códigos, con otras convicciones más allá de las cuatro paredes de la narrativa política binaria e inútil de los inquisidores con ínfulas de superioridad moral. Yo lo que vi fue una lección de vida contra la adversidad. ¿Qué más atrinca que 12 mil niños y jóvenes (la mayoría de orígenes muy humildes) tocando música académica en un país lleno de problemas?”
En su obra, Partidos, el maestro y genio caraqueño Simón Rodríguez resume un pensamiento que parece luminoso en todo sentido: “Signifique la palabra partido oposición, pero no enemistad, como lo entiende el vulgo: porque sabiendo todos que en la enemistad se engendra el odio, y que el odio degenera en aborrecimiento, concluyen que el que aborrece sabe ofender y que la ofensa pide venganza. Casi no hay caso en que la venganza no se considere justa –por consiguiente– todo el mal que pueda hacerse al enemigo es permitido”.
Aquiles
Aquiles es un carajito de 15 años, vecino de mis muchachos. Hermoso, con una nobleza poco vista en el contexto de la neurotipicidad. Lo vi cargar con su voz coral, transitar durante dos semanas de ensayo local hasta la sede del Sistema en Guatire debajo de un sol llameante, regresar de noche marchito, y escabullirse de madrugada el sábado, cuando se dieron cita como cien carajitos en una plaza central para ser trasladados al escenario previsto para el ensayo general y luego el toque.
Un récord más: distraídos con el hacer de 12 mil instrumentistas tocando al unísono música patriótica y universal para deleitar el alma de 30 millones de personas
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Su corazón se le hincha cuando habla del sábado aquel: en parte por su hazaña, en parte porque comió sabroso, en parte porque dos muchachitas le pidieron su número telefónico a ver si un día de estos se dejan de ensayaderas y salen a comerse un helado. No con las dos en simultáneo, claro está. Lo trataron como a un príncipe, en su relato queda claro que el Sistema es una maquinaria lo suficientemente aceitada como para no dejar ningún cabo suelto, el traslado en autobús y la logística impecables, y por donde pasaban la gente los aclamaba como si se tratara de los Beatles cuando iban escoltados por su club de fans rumbo al Madison Square Garden de Nueva York.
¿Y el paisaje?
Un récord más: distraídos con el hacer de 12 mil instrumentistas tocando al unísono música patriótica y universal para deleitar el alma de 30 millones de personas, homenajeando al maestro José Antonio Abreu y a los 200 años de la Batalla de Carabobo, bajo la batuta de seis directores y procurando un reconocimiento anecdótico como lo es el récord Guinness, Caracas tuvo la desfachatez de desnudarse en vivo de espaldas a la silueta erotizada del Waraira Repano. Sin rubor, para ser considerado en los récords de belleza de un país minado de mises, el cielo se tornó cristalino y brilló y se opacó como el guiño opalino de un rubí hasta que cayó la noche, se desvelaron los misterios y los músicos regresaron a casa.
Música para los ojos y los oídos.