27/04/23. En la categoría de los grandes mitos modernos, cabe uno que se ha granjeado pasiones, tanto por el rechazo como por el afecto que genera prácticamente en la misma medida. Es una bestia sin domesticar, un animal de las mediaciones que ha encontrado particular púlpito en el abrazo al niño lloroso y la caricia del cabello encanecido de la abuelita desdentada.
Es el homo politicus, una especie en auge que ha visto favorecidas sus andanzas gracias a la banalización llevada al paroxismo por las redes sociales y la era de la inmediatez.
En una época, realmente el término “carisma” tenía una acepción religiosa, relacionada con la noción de gracia o don divino. Era una bendición, un atributo que permitía a los pensadores, oradores y maestros dogmáticos encausar en el redil de sus ideas a un rebaño más o menos díscolo de ovejas descarriadas.
Hoy, aplica a casi todos los espectros donde se recoge fama y fortuna a partir del magnetismo personal. Es ahí donde el político-encantador de serpientes encuentra un terreno fértil para sus tropelías.
No es que ser carismático sea malo en sí mismo: el asunto es que detrás de ese poder de seducción natural de showman de algunos dirigentes políticos, pueden esconderse bajas pasiones que al entrar en juego en ese ecosistema de promesas vanas, desaguan en ser ofertantes de todo tipo de paraísos espirituales, intelectuales, terrenales y materiales, al parecer, solo con el magnánimo poder de su palabra.
Se vuelven mesiánicos, salvadores, profetas, capaces de logros heroicos con el impacto de establecer un nuevo orden de carácter utópico entre sus creyentes, como Jesucristo, Maoma, Buda, el Conde del Guácharo, Maricori. Eso sí, con algún crédito a posteriori, es decir, un "cuánto hay pa' eso" pues si bien es cierto que la fe mueve montañas, hay que pagar.
El máximo peligro se ubica en su inmensa capacidad de alienación. Es la antítesis del logro colectivo a partir de la lucha de clases y de los poderes creadores del pueblo, para terminar todos convertidos en creyentes de un semidiós con pies de barro, que camina entre nosotros “obrando” milagros a partir del hálito sanador de su mano acariciando las mejillas llorosas de un pobre.
Sí, es verdad, parece una norma de la gran mayoría de los políticos de América Latina, de izquierda, derecha y del centro, pero pasa que muchos se conforman con sobar el brazo y luego limpiarse la mano con un pañuelo, y otros (los menos) son los que realmente se montan sobre los hombros esa inmensa responsabilidad de impulsar el trabajo en equipo para que se entienda que no se trata de un trabajo divino e individual sino de un empeño colectivo.
POR MARLON ZAMBRANO • @zar_lon
ILUSTRACIÓN ERASMO SÁNCHEZ