06/07/23. Ser caraqueño es un acto de fe; al menos, trajinar la ciudad amerita dejarse llevar por las fuerzas inerciales del milagro. Casi todo funciona si Dios quiere, pocas veces se trata sólo de un logro del ingenio humano. Si el Metro se mueve es porque usted se persignó a tiempo. Si hoy llega agua, fue que a algún santo se encomendó temprano. Si hay luz es gracias a la energía divina que encarnan Cristo, Helios, o el mismísimo Apolo, por introducir a algunas deidades migradas a nuestro santoral de idólatras desesperados.
Por eso José Gregorio está ahí, siempre. Más que un santo una muletilla. Más que la revelación poderosa de prodigios metafísicos, un compa que se apiada de nosotros en nuestro penar de urbanitas aburguesados que transitan sobre la cuerda floja del bien y el mal, errando entre las catacumbas de la Caracas barroca del siglo XXI, donde lo mismo dialogamos entre las sombras de la caverna de Platón o nos deslumbra el sol avasallante del Caribe golpeándonos con su paleta de colores.
Si usted se desplaza a lo largo de la avenida Andrés Bello, es muy posible que El Venerable le acompañe como estampado maltrecho de los posacabezas de las camioneticas que así como testimonian la gloria de Dios, prohíben fumar en esta unidad.
Si decide buscar el blíster de las pastillas de la tensión, no para de rogarle a Goyo su misericordia en la contención de la subida de precios tasados en dólar, o al menos el adecuado abastecimiento de medicamentos en la farmacia de la esquina donde gobierna un José Gregorio de tamaño natural, grafiteado sobre la fachada.
Tampoco sale a comprar unos jeans en el Mercado de la Economía Popular de La Hoyada si no invoca la piedad del beato para que el pantalón salga bueno, bonito y barato, como reza la santa trinidad de las compras nerviosas.
José Gregorio está ahí, siempre. Más que un santo una muletilla.
La caraqueñidad, para los que no lo saben, es una adscripción riesgosa, una pasión cargada de objeciones como el amor imposible. Y José Gregorio lo sabe: compinche de las esquinas del centro, pana que se asoma desde los balcones de La Concordia, “broder” de la efigie chiquitica a un costado de la caja registradora, pisapapeles improvisado, estampita embalada en cartera de cuero de chivo, rector de los altares floridos en el nicho familiar, protector de mototaxistas ad hoc, pran de causas justas, figurín teatral que traduce sabiduría y recogimiento en la plaza Pérez Bonalde, testigo de casi todas nuestras escapadas de tránsfugas neuróticos, pues queramos o no, desde cualquier saliente nos mira con ligera compasión.
Gracias a su mediática presencia de líder mesiánico, es menos difícil ser habitante de una ciudad peligrosa, tierna y cansada. Como nos ilumina la antorcha de su divinidad desde velones blancos, ninguna desilusión desdibuja la exuberancia de la urbe atravesada por los verdores que manan desde el Waraira y se multiplican con fuerza bestial sobre el zoológico de concreto que habitan casi cinco millones de almas.
Presunto santo
Hasta ahora lo que gira en torno a José Gregorio Hernández y su piadoso currículo es una retahíla de 104 años de “presuntos” milagros, excepto uno definitivo y autenticado. Por eso todavía no es santo.
Una rendija se le abrió al médico de los pobres cuando por fin el 30 de abril de 2021 se consumó su beatificación por órdenes vaticanas, luego de que una comisión de médicos de la Congregación para la Causa de los Santos, refrendada por una delegación de teólogos, demostrara su intervención en la mejoría de la pequeña Yaxury Solórzano Ortega, quien sobrevivió tras perder una porción de masa encefálica luego de recibir un disparo en la cabeza.
Aún falta otro hecho milagroso producido después de hacerse beato, y una segunda etapa de comprobación médica y religiosa hasta que el caso ascienda a manos del Papa para su certificación, a través del correspondiente Decreto de Canonización.
Aunque a la feligresía le resulte increíble que tras más de setenta años de espera desde que se inició el proceso para su exaltación, en 1949, aún no ha pasado del tercer círculo de la virtud (primero siervo de dios, luego venerable, ahora beato), Goyo es el santo informal de los enfermos, adorado por los venezolanos y venezolanas creyentes sin que medien reglas administrativas.
Gracias a su mediática presencia de líder mesiánico, es menos difícil ser habitante de una ciudad peligrosa, tierna y cansada.
Cada 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, se recuerda la tarde de 1919 en que por intentar esquivar un vehículo que se desplazaba entre las esquinas de Guanábano y Amadores de La Pastora, Hernández resbalara y fuera a atestar su cabeza sobre el filo de una acera, muriendo pocas horas después en el hospital Vargas.
Desde entonces, su eminente figura de médico mártir empezó a zurcir el tejido de leyenda generosa, convertido tras su muerte en compañero de la plegaria suplicante que elevan como mantra los aquejados por cualquier mal.
En otros altares
Rápidamente su sereno rostro, estampa de médico impoluto o de funcionario trajeado de negro con sombrero modelo fedora, no sólo se congregó junto a sus arcanos mayores como la Virgen de Coromoto o San Judas Tadeo, sino que entró en los retablos de la veneración popular y se asimiló a las ánimas que lideran la Corte Médica del espiritismo, con facultades para “bajar” a misionar sobre “materias” que asumen su postura de sabio enjuto en liturgias de yerba, tabaco y ron.
Algunos piensan que esa expresión devocional ha sido piedra de tranca para su elevación a la acrópolis de los místicos. “Eso no influye en lo absoluto” nos dijo Monseñor Tulio Ramírez cuando era Vice Postulador de la Causa del Venerable. Según el prelado, hoy obispo de la Diócesis de Guarenas, José Gregorio siempre estuvo en contra de prácticas supersticiosas. “Nunca recomendó a sus pacientes ir a que les prepararan bebedizos o les leyeran las cartas, y hay documentos que atestiguan la historicidad de eso. Por el contrario, siempre fue un hombre muy científico”.
Pero es que la línea divisoria entre lo sagrado y lo profano es tan frágil en el imaginario de la ciudad, que las manifestaciones de fe se expresan a través de diversos matices florecidos a boca de calle, desde el contacto espontáneo y superficial.
Como cualquier artista pop, su silueta de esténcil ha sabido resemantizar la demanda de los tiempos y ahora exhibe tapaboca frente al andar distraído de los caraqueños que tampoco reparan, necesariamente, en su figura vuelta “mural mutante” en otras superficies donde artistas principiantes interpretan a su manera el rostro de un santo.
Porque en la medida en que Caracas desciende a los meandros del consumo, la velocidad deforma los asuntos místicos y procura dividendos de las ventajas de marca que ofrece la quietud de su pose: un José Gregorio servido en tazas blancas sublimadas de a cinco dólares, franelas estampadas desde veinte dólares la unidad, la figura en yeso que a veces acompaña al chamo Ismael en las perfumerías esotéricas de Quinta Crespo, los pendones, las placas, los afiches, los banderines, y todo un muestrario de bisutería que despachan por igual buhoneros de la Baralt y dependientes de exclusivas tiendas del Centro Comercial Sambil.
Aún así, saca tiempo para repartir milagros, cambiar vidas, torcer destinos, materializarse en cuerpos ajenos y sobrevenidos durante rituales escenificados en los portales protegidos por el espesor selvático, y hasta patrocina bebidas espirituosas o se vuelve tendencia de Instagram, donde colapsa cuentas como @beatodrjosegregoriohernandez que frecuentemente se satura de mensajes y testimonios de quienes presencian sus milagros cotidianos.
POR MARLON ZAMBRANO • @zar_lon
FOTOGRAFÍAS ALEXIS DENIZ • @denizfotografia / MARLON ZAMBRANO • @zar_lon