31/10/23. “En la esquina este, un tipo vendía camarones a siete dólares el kilo. Caminándola, la acera larga del parque Arístides Rojas, ahorita sin las empanadas del frente, y sin alusión a otros frentes, por ahora, desemboca, diciéndolo así, en la esquina oeste. La Hermandad gallega y la bomba de Maripérez, diciéndolo así también, siempre han estado ahí. Un camión que vende churros a veces tiene cola. Ese día, a esa hora de la mañana, no estaba el camión”.
Lo escribí así como leyó, palabras más, adjetivos menos.
“Eso no fue lo que te pedí”; como un trueno suave, la voz del joven periodista empezó a ventear y se fue alejando y desapareció, cual canción cantada por El Gallo, que conoce a medio mundo. “Pero es que adentro del parque no estaba pasando nada”. No lo dije, pero lo pensé. Pauta es pauta, dicen. Y fue la única, pero no se publicó. Entonces, en la esquina oeste, estaba él. Con ella. Y les caí.
Vidrios sucios
En 1981, Amanda Miguel sonaba por todas partes, con el corazón destrozado y el rostro mojado, queriendo irse de este plano, como se dice en esta época. Siete años después, nacería Michel González, que hasta hace poquito limpiaba vidrios en las calles de Palmira, en la hermana república que será homenajeada en la próxima Filven, que va a ser en El Laguito. Tenemos un laguito en esta ciudad, en una zona militar. “Mentira todo era mentira, los besos, las rosas, las falsas caricias que…”.
Con los ojos cerrados (o entreabiertos: está trabajando en una especie de ‘el medio de la calle’), Michel baila y mueve la muñeca de su mano izquierda, enguantada, de ese modo que solo se ve en las películas. La otra muñeca (esté atento, lector inexistente: este paréntesis va a ser largo, de tal modo que usted pudiera perderse y distraerse y levantar la mirada y dejar de leer porque usted, al principio y al final, no es un ser humano que caminaba y hacía la cola para retirar su ejemplar, su periódico, que se lo regalaban y usted se lo llevaba para su casa y releía mientras ponía a madurar esos aguacates que compró baratos. Ajá). Entonces el tipo mueve la mano y sostiene una muñeca. El tipo es un joven de treinta y cinco años, dice uno con un par de décadas más.
“Trabajo el arte urbano y me gusta lo que hago. Quisiera que las personas apoyaran más a otros artistas callejeros”. González relata su baile; afirma que hace la mímica de bailar y cantar, como si estuviese imitando. “Estando en Colombia yo trabajaba por allá limpiando vidrios y vi a una persona por allá y dije ´yo tengo la creatividad para hacer eso´. Me sentí así y dije: ´coño, lo voy a hacer´. Hablé con la persona que me hizo la muñeca y al principio no sabía nada pero después, bueno… (Pasa una moto de esas con un ruido de esos que, como licuadora en la madrugada, impide escuchar al sueño que estaba soñando)…soy un as”.
El semáforo
González se detiene en la acera, con ojos de experto: “¿Ves ese camión?” Y el autobús. Un Yutong, vacío, ocupa el espacio que ocupa un autobús. Los que manejan autobuses saben. “Así no me ven”. Y con los brazos en jarras, espera otro cambio de luz. “La gente a veces se incomoda”, afirma cómodamente parado mientras el sol va calentando. Vive en El Valle y su esposa imita su imitación, pero ella misma dice que “no le llega”.
Desde afuera de todo esto, agachada, una mujer se cambia de ropa tapada con una sábana sin color, al lado de un quiosco cerrado. Mientras le escucho, veo sus rodillas y luego la sonrisa de un conductor, que se rasca la cabeza y González levanta la mano enguantada, se quita el sombrero y camina hasta una ventana que a veces no se baja. “Me fui buscando una mejor calidad de vida para mi familia y para mí; pensé que estar fuera del país era fácil y la verdad no es nada fácil, si te vas, y no tienes claro lo que vas hacer, se pasa mucha necesidad y bueno, gracias a Dios llegó el arte a mí y hasta el día de hoy lo hago con mucho orgullo, a pesar que aquí muy poco valoren lo que uno hace. Regresé, ya que me fui con mi pareja y le empezó a pegar la distancia, que quería regresar porque le hacía falta la familia. Yo no estaba muy de acuerdo pero decidí regresar junto a ella porque no la iba a dejar venir sola”.
A esta hora, los obreros, por lo general, desayunan. Puras ruedas de camión. González, con la muñeca en las alturas, lo tiene resuelto: “Me traigo mi comida de la casa”.
POR GUSTAVO MÉRIDA • @gusmerida1
FOTOGRAFÍA ALEXIS DENIZ • @denizfotografia