28/11/23. Si algo se puede narrar de una forma singular, lo mejor es intentarlo. Un corrector consumado, una periodista sagaz; por allá, una cantora y por delante y por detrás, ¿poetas? como arroz picao, escritores, escritoras, presidentas de institución; militares por coñazo; algunos, que no entienden de tubazos. Las bicicletas prohibieron pasar y como este sumario obligatorio muy largo no puede estar, mejor lo dejo hasta aquí y aprovecho y dejo de rimar.
Estuvimos en la Feria Internacional del Libro de Venezuela (Filven), la décimo novena, del año 2023, contados a partir de allá, pero ajá, en este momento, en esta madrugada de aquí, están matando gente en Palestina.
En uno de los diez u once días que duró la Filven, un corrector pisó una tira del bolso que cargaba el casco que se puso el motorizado que montó de parrillero al escritor colombiano Hernando Calvo Ospina, quien presentó un libro en la Filven, entre otras múltiples actividades.
Entonces, Hernando, después, en el estacionamiento donde se estacionan los escoltas, se para firme, sosteniendo el casco, y dice: “Tengo como cuarenta años que no me monto en una moto”.
Hernando pone su mano izquierda sobre el hombro correspondiente del motorizado; con su maletín de viajero, viaja y mira a Caracas desde esa colina de El Laguito, en esta parte de la ciudad en la que en los ochenta, no se podía entrar, lo que te podía pasar era que si te veían por allí transitar cualquier pelotón te iba a reclutar.
Calvo Ospina “parrillea” en silencio. Si hubiese estado el escritor colombiano, el motorizado no hubiese intentado pasar al escolta que no le dejaba pasar. Moto rosada, 150 centímetros cúbicos contra camioneta negra seis cilindros. “Pierna contra parachoque”, diría una señora mayor.
El escolta
La perimetral Venezuela es el nombre de la avenida que, cual Cota Mil, evita que atravieses por el centro de El Laguito. Tal cual como pasa en la cota, la cola en la Filven no fue poca.
Cola para pagar un café. Cola para montarse en el autobús. Cola para entrar, cola para salir. Premonitoriamente, las colas felices llegaron para quedarse.
Y en la perimetral Venezuela, había cola. Un motorizado, con casco, circulando a menos de treinta kilómetros por hora, hace el recorrido en un par de minutos. Pero el escolta le impide el paso. Dependiendo del peso específico en el poder, alguien mandaba a sacar todas las motos, algunas motos, todos los carros del estacionamientos de El Laguito. Los vaivenes vehiculares, de primerito, y peatonales, de último, normal en esta ciudad intranquila.
El motorizado trata de pasar por la izquierda. El gordo que maneja la camioneta negra, por supuesto, le impide el paso. Frenada normal, intento de paso por la derecha. Izquierda, derecha, nada: el tipo decidió que el motorizado no iba a pasar porque él es el escolta.
El motorizado decide que sí iba a pasar, porque había cola, porque estaba trabajando, porque debía llegar y a la presentación de Gómez se debía personar.
Gómez
Junto con Martínez, Chacín y Zambrano, esta suerte de grupete sin remoquete, de grupo salpicado por Caracas o de gente, llanamente, no se juntó, toda al mismo tiempo, en la misma mesa en la Filven, pero compartieron las mismas sillas.
Natali Gómez, Benjamín Martínez, Mercedes Chacín y Marlon Zambrano: cuatro nombres, cuatro apellidos, que aunque sean más, y nunca están de más, los cuatro por separado es lo mejor que ha pasado. Invitados a sentarse, para eso habrían de quedarse. Pero entre tanta actividad, ninguna ni ninguno podía parar y entonces tocó incluso, perseguirles de ese modo, en que el azar se manifestaba cuando el agua del laguito clareaba.
Que si la guacamaya azul te avisaba que el poeta llegaba, y entonces Benjamín, que un libro presentaba, se puso a contar historias mientras la gente se arrimaba: “Y entonces me fui de salón en salón, porque eso de tener toda una sección…” Y así el poeta narraba que en eso de buscar niños poetas en los salones se encontraba y de a uno y de a dos y hasta cuatro contaba.
El alumno empezó a hojear y el poeta se alegraba, hablaba de Calzadilla y la mirada se alumbraba. Pero a Benjamín volveremos porque Gómez me esquivaba. Que si “eres muy errático, que no me comunicaba”; que quizá podía intuir que yo, lo que quería, era verle las piernas cruzadas y al final la convencí y estuvo un rato sentada. “Que es una pauta, Natali, ahora escribo en la jornada” y ella me mira de soslayo y no dice nada, pero el sol me ayudó, porque la dejó guardada y no quiso caminar en ese mediodía con un calor que rostizaba.
La voy a parafrasear, para que se sienta encomillada, porque ella escribe que jode, no da entrevistas y es escritora premiada: “Ayer estaba fregando, por eso el agua se escuchaba; escribo para varios medios y a veces estoy cansada por lo tanto eso que me pides que escriba no me tienta para nada”.
Caracas en Alta
“Este libro no habría sido posible si Amparo, mi mamá, no hubiera decidido cambiar el Valle del Aburrá en Medellín, Colombia, por el de Caracas, cuando conoció a mi papá, un cronista de vocación. Ella cultivó en mí el amor por la ciudad y la mirada de asombro de quien la recorre por primera vez”. Cuando habla, Gómez no deja de mirar para todas partes, de ese modo inquieto y tranquilo a la vez; ceremonia cotidiana, cuando escribe para la ciudad, siendo la misma, Caracas le responde aunque no nos hable: “La ciudad es un estado de ánimo. Tratar de abarcarla y describirla de una manera total es un intento que deja más frustración que satisfacción, porque en ella reconocemos nuestra imposibilidad de sabernos por completo, de ser una certeza sostenida. No sabría decir quién le deja hablar a quién”.
Seria, muy seria ante las cámaras y de una risa fácil en la entrevista que no fue. “Es la falta de”, asegura, y con eso queda zanjado el tema de la belleza y tal. Cuando mete el pedazo de pan con chocolate en el café con leche, con mucha leche, pasa un poeta y se le queda mirando. Pudo ser Marlon Zambrano o Benjamín Martínez, pero no. “¿Quieres?” y ella, que no vio al poeta, comparte su pan.
Habita, pandemia mediante y desde antes, en la parroquia de las dos plazas. “La pandemia nos hizo conocer con quiénes vivimos” y de pronto sonríe de esa manera enigmática, como lo hacen sus textos: “A veces salgo a caminar para no escucharme. Es una manera de surcar con pasos y sudor estos días tan complejos (publicado en marzo de 2021), en los que sentimos más de cerca el aliento de un peligro desconocido y de la muerte”. Dos meses después, la escritora, también colombiana pero que nació aquí, se cuenta y entonces uno se da cuenta: “Si pudiera agregar un oficio inventado en mi hoja de vida, pondría el de arqueóloga de maniquíes. Desde pequeña he sentido profunda fascinación por esas muñecas inmóviles, presas en una vitrina polvorienta, que son testigos mudos de una civilización que se extinguió”.
Su padre estuvo en la presentación de su libro, Caracas en Alta. Y Rosa Pellegrino, quien hizo el prólogo, finalizó un bonito y sencillo acto: “Para cerrar, quiero agregar la razón más importante por la cual los invito a leer Caracas en Alta: es un mapa afectivo de nuestra ciudad, delimitado por lo cotidiano, lo novedoso, lo caótico, lo divertido y lo sublime. Reivindica la historia local como vehículo de encuentro y, como dice la autora, nos llama a librarnos de un gran peligro: sentirnos extranjeros en nuestros propios linderos”.
Próxima entrega: Chacín, Zambrano y más de Benjamín.
POR GUSTAVO MÉRIDA • @gusmerida1
FOTOGRAFÍAS RICARDO MARQUEZ • @Ricardod89 / ALEJANDRO ANGULO • @alejandrockphoto