0604/24. Y sí, nos parece necesario. Todavía recuerdo los pregones un domingo –pudiera ser de resurrección-, donde nos recordábamos la necesidad de refundar la República. La voz de Chávez nos lo hacía ver cada vez más necesario. En ese momento, la juventud respiraba enérgicamente lo que sus padres, abuelos y bisabuelos venían reclamando desde múltiples trincheras: un nuevo ser histórico.
La conciencia, en consecuencia, nos exigía tanto como ahora, reinterpretar nuestro papel en nuestra sociedad, la cual, no lo olvidemos, debe expandir su perspectiva más allá de sus ámbitos locales, comunitarios, sin perder de vista lo que suelen denominarse sus raíces.
Lo anterior parece obvio, pero no lo es, así lo advertía el conocido historiador y cineasta Luis Alberto Lamata, en un reciente foro cuyas ideas centrales compartimos por esta misma vía.
No es obvio, sobre todo, agregamos ahora, cuando nuestra cotidianidad se encuentra subsumida en las lógicas hegemónicas de reproducción del capital por el capital mismo. ¿Qué lugar puede tener allí, por ejemplo, una ética centrada en la reivindicación del sujeto histórico-cultural? A mí me parece que ninguno, porque la ética viene anclada a su mismo origen etimológico: el ethos, la forma en que producimos el sentido de lo que hacemos en comunidad, y si esta no se encuentra reconocida como parte de la retórica autoconsumista del ser, es decir, de quien se consume sin a veces darse cuenta de que se agota en el mismo instante en que es mercancía reproducida para otros y no para él mismo, difícilmente la ética puede pensarse como lo que debería ser.
No se trata aquí de prescripciones, de elementos normativos que fundan lo social, no, claro que eso está presente, pero debemos referirnos a algo que va mucho más allá: el reconocimiento de la propia subjetividad que establece la ética como posibilidad de encuentro entre las diferencias, sin menoscabo de las singularidades individuales que, volvamos a decirlo, la funda.
Así pues, de un tiempo para acá, me lo recordó mi colega Rommel, se viene hablando de “ética del funcionario público”, inevitablemente me fui a varias décadas atrás, pensé, por ejemplo, en la sentencia de nuestro Libertador Simón Bolívar, la misma que incluso, es el nombre de varias escuelas de nuestro país: “Moral y luces”… decía Bolívar, recordémoslo: “Moral y luces son nuestras primeras necesidades”, quizás algunos habrán olvidado que este fue uno de los motores, el tercero, que Chávez nos invitó a poner en funcionamiento y la cantidad de libros publicados especialmente para eso, impresos por millones, inundaron cuanta comunidad se pudo…
Nos animamos, leímos, debatimos, nos preparamos para, como suele decirse, una gran batida cultural, y allí, el tema de la ética resurgió, vibrante, donde debe ser: en nuestros corazones. Surgió de pronto, un nuevo nombre que desplazaría la vieja nomenclatura burocrática: el servidor público. No se trataba de un funcionario, no, ahora éramos servidores. La palabra venía sonando desde hace algún tiempo, y la hicimos nuestra. Lamentablemente, quedó, para muchos, como dicen los entendidos, como un “significante vacío”…
Hoy volvemos a retomarla como mythos, es decir, como narrativa necesaria e impostergable para hacer gobierno y del bueno, pues, si la ética es encuentro, el funcionario público debe reasumirse como lo que es: un servidor, si no, ya lo han dicho algunos renombrados líderes políticos: por favor, ponga su cargo a la orden y déjenos trabajar, porque aquí hay un pueblo honesto que sabe muy bien lo que es amar.
POR BENJAMÍN MARTÍNEZ • @pasajero_2
ILUSTRACIÓN ERASMO SÁNCHEZ