13/06/24. Acordaos del mundo cuando era mundo, una frase que tal vez no hubiese salido de la boca de Kafka (Praga, 3.7.1883 – Klosterneuburg, 3.6.1924), porque es precisamente él quien da cuenta de lo que hace al mundo, sobre todo “moderno”, que no es más que afincar la nomenclatura de lo aparentemente insólito, el remarcaje que sacude y se hace habitual. En esto sigo a Raimon Panikkar quien nos dijo que modernidad viene de moda, es decir, de la instauración de un posible sentido de lo que nos hace, en un momento determinado, sujetos, claro que no pudiésemos advertirlo si obviamos el “reconocimiento” de lo que “inaugura” el ser desde el Renacimiento y la Ilustración.
Hablamos, ciertamente, desde la historia eurocentrada occidental, pues ¿cómo hablar de Kafka, sino desde ese lugar que nos sigue legando, más allá de lo que podemos evidenciar directamente como las inherentes contradicciones de ese mundo, sobre todo, desde la vivencia del hombre y la mujer en la dinámica del capitalismo?
Me acerco a Kafka, en principio desde Amerika, quizás no por azar, pues fue un obsequio de quien seguramente advertía mis inclinaciones hacia la búsqueda de un ser que se busca más allá de su suelo natal. A esta obra le siguió El proceso, como una de las maneras quizás más pedagógicas, si es que puede decirse, de dar cuenta de los grados a los que puede llegar el burocratismo que tanto daño ha hecho a la humanidad.
Pero ¿cómo se me iba a olvidar? Antes de estas lecturas fue La Metamorfosis, obra que no recuerdo cómo llegó a mis manos, y que ha sido todo un ícono a lo que puede llegar la mente y el cuerpo humano como unidad inseparable, al contrario del Frankestein de Mary Shelley, como proceso de transformación que se produce en el protagonista desde sí mismo y no por interés de otro, con todas las nefastas consecuencias para quien por su aspecto es rechazado.
Como escritor Kafka nos invita a ver lo que parece obvio pero se torna extraño y a veces, para tomar la palabra de Bachelard, puede llegar a ser un auténtico obstáculo epistemológico. No encuentro mejor metáfora para identificar la obra de Kafka que aquella que nos ofrece Hinkelammert en el título de su obra Crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad, porque más allá de lo que pueda ilustrar narrativamente, el efecto de su producción es aquel que nos invita cada vez más a adentrarnos en el conocimiento tanto de ese laberinto que somos como el de su propia vida, la del Kafka hombre y autor. Lo que afortunadamente encontramos en sus Cartas a Milena, sus Cartas al padre, así como en sus diarios, porque la obra de un gran autor, lo sabemos, es la de un actor que, al pasar a formar parte de nuestro imaginario colectivo, ha refundado los arquetipos que determinan nuestra experiencia. Así, por ejemplo, la voz “kafkiano” se puede encontrar hoy en ineludibles diccionarios como el de la RAE.
Hay otra obra de este autor que no se me escapa como El Castillo, pero no puedo dejar de mencionar aquí, a otros para quien Kafka ha sido fuente de inspiración, por ejemplo al Murakami de Kafka en la orilla, obra vetada recientemente por una universidad estadounidense, lo que aumenta aún más nuestro interés en ambos autores, como suele pasar en estos casos, más allá de la conmemoración el pasado 3 de junio, del centenario de la desaparición física de Kafka.
Pero hay más: el mito Kafka evidencia una dualidad epítome de nuestra sociedad: detrás del posible escritor aislado y angustiado, que se pudiese desprender de la lectura de las obras aquí mencionadas, está el Kafka que recordó Max Brod, uno de sus más cercanos confidentes: jocoso, amigable e incluso interesado en la política de su tiempo, la situación de la clase obrera, y la gente humilde, para ser más precisos, agrego, los nadie, para usar el adjetivo de Galeano.
Kafka, bien podemos decirlo, fue un sentipensante, un hombre-metáfora que, de paso, nos legó también una serie de brillantes aforismos, reunidos en Aforismos de Zürau, de donde extraemos los siguientes:
El verdadero camino pasa por una cuerda que no está tensada en las alturas, sino apenas por arriba del suelo. Más pareciera estar destinada a hacernos tropezar que a ser recorrida.
¿Cómo alegrarse del mundo sino cuando se refugia uno en él?
Por todo eso y otras motivaciones más, no puedo sino decir: ¡A seguir leyéndote Kafka nuestro de todos los días!
POR BENJAMÍN MARTÍNEZ @pasajero_2
ILUSTRACIÓN ENGELS MARCANO • cdiscreaengmar@gmail.com