28/09/24. “¿Será esta la silla en la que se sentó Pérez So?”, pensó el caminante que llegó en bicicleta, pero eso no importa. Laura Antillano narraba y su voz, con su acento y su forma, lo arrulla para mantenerlo despierto. Es un asunto de memorias. “Yo lamento no haberle grabado; él se sentaba aquí (y señala ahí) y me contaba y me contaba...” y siguió contando mientras el caminante arrimaba la silla desde debajo del mesón negro. Antes de tocarla, a la silla, por manías inconfesables, como diría otro escritor CLAP de los que uno se tropieza por Caracas, el tipo desenrolló el cable del teléfono, también negro, y escuchó el tono para marcar.
La niña Antillano recuerda a su padre apurado bebiendo el café en el plato para no quemarse; recuerda perfectamente de dónde vino ese grabado, aquella talla, ese libro en el testimonio que es la galería donde vive y trabaja la escritora, ahora de 74 años
Todavía hay un tono para marcar.
Y marcó.
Pero está bloqueado; no puede discarse a un número celular. Nada que empiece con un cero.
Aliviado al ver el cable desenredado, el caminante recorre la casa de la escritora. Va de una computadora, rodeada de libros, en un cuarto “porque es más rápida”, hasta la de ella, donde Antillano escribe, en la sala, y se sienta en su silla y toca su teclado: un archivo audiovisual, un poco pesado, que en la nube virtual se ha instalado, se niega a bajar.
Antillano monta la olla con agua para el café.
Y galletas.
Naguanagua, así como suena, contiene a Bárbula, con su puente para desembarcar antes de llegar a Puerto Cabello, con su Porteñazo y el sacerdote y la foto y el soldado aferrado y el arrullo: “Esa imagen es Puerto Cabello; al menos para mi generación”. Esa generación nació, según el caminante, entre 1950 y mil novecientos cincuenta y picote, digamos 23 de enero de 1958.
Cerca del cementerio municipal de Naguanagua, donde está la tumba de Paul Silvestre Gillman (ayer, por Facebook, el artista carabobeño le enviaba un mensaje de felicitación a una niña de once, fanática del Rock Nacional, y viene otro Gillman Fest en…), tan cerca como a una cuadra y media, está el apartamento donde vive Laura Antillano con sus dos gatos.
Uno de los gatos duerme con un gato de peluche y Antillano, cual niña que tiene gatos de peluche y gatos que hacen pipí y pupú, observa los tres gatos cuando el que duerme con el otro, que es la quietud intacta, como dice Esmeralda Torres, quien tiene una energía que se mete por donde uno esté abierto mientras se muda de casa. Entonces, Laura le muestra al caminante los gatos y este decide sentarse en aquella silla. Silencio.
Expresiones similares
La poeta, narradora, titiritera, profesora y escudriñadora de las imágenes aquellas, mientras narraba a Pérez So, que no se grabó, no escuchó el crujido. Antes de caer, se levantó lo más rápido que pudo.
“Laura, rompí la silla”. Ella se quedó callada durante ese tiempo, todo ese tiempo, tanto tiempo.
Su voz, ese susurro tangible en la tarde de esa tarde de flores que venden hace más de treinta años en el cementerio municipal, fue disminuyendo mientras el caminante recogía el pedazo de silla roto, que entonces se hizo pedazos que ensuciaron el piso limpio.
“¡Con razón no has vuelto!”, le dijo la escritora al caminante, cuando lo vio en la Feria del Libro de Caracas, que tiene quince años, como Ciudad CCS, que ahora es un diario digital que.
Cansada, nada más ayer, la escritora homenajeada sonríe en Caracas. En Naguanagua, otra vez, su memoria hace ese recorrido por los anteojos de la abuela, por las cartas de niña que escondía en el baño para que su padre, ese periodista todo el tiempo, que no creía en la censura, las leyera: “Lo que te dijo mi mamá, en realidad pasó así”.
La niña Antillano recuerda a su padre apurado bebiendo el café en el plato para no quemarse; recuerda perfectamente de dónde vino ese grabado, aquella talla, ese libro en el testimonio que es la galería donde vive y trabaja la escritora, ahora de 74 años. Cuando el caminante le pregunta por la crónica inédita que va a escribir, su rostro, su pelo recogido a veces y su dedo índice tocando la cerradura para meter la llave como es, todo junto, se reúne en su pregunta: ¿Cuál crónica?
Benito Yrady
Homenajeado y cansado, Yrady me habla detrás del tapaboca: “Me dan de alta mañana”. “No vayas a la Feria del Libro de Caracas que terminará pasado mañana”, le dicen sus seres queridos. Yrady piensa en descansar mientras pregunta si el tipo que le va a hacer el corto documental va a insistir en eso.
“Debo hacerlo”, responde el tipo.
E Yrady, desde la modestia de ser “sólo quien vinculó eso con aquello, porque ya estaba”, recostado en la habitación 207 de esa clínica que no queda en Santa Mónica, se imagina con una camisa azul, camina la subida de la quinta Micomicoma y hay un camarógrafo grabando sus pasos. Gracias, escritor homenajeado. Tanto patrimonio con tantos adjetivos, tanto recorrido con ese motivo.
A sus 75 sabe de los 74 de Antillano; pregunta por ella y ella pregunta por él.
Anocheciendo, en la zona gastronómica de la feria, Ana María Oviedo Palomares toma la mano derecha de Leonardo Gustavo Ruíz y le da besitos. Muchos. Va a viajar por una semana, lejos. El poeta, ganador del premio Stefania Mosca, celebra y deja la mano quieta. Esmeralda Torres mira a donde mira, y uno tiene que mirarla. Ruíz Tirado trae de Barinas chimó y hay pellas en sus poemas. Y la Feria del Libro de Caracas no ha terminado.
POR GUSTAVO MÉRIDA • @gusmerida1
FOTOGRAFÍA DENNYS GONZÁLEZ • @dennysjosegonzalez