21/08/25.
San Agustín
Cuando Alexis Liendo viene a Caracas, el vértigo, que es su angustia, empieza a rozarle el morral en donde carga los títeres, el teatrino y todo lo que se necesita para que cincuenta y un estudiantes de primaria, de tres salones, de una escuela de alguna de las veintidós parroquias de esta ciudad de charcos y sombras le vieran (o no, porque al titiritero, mientras es, no se le ve).
"Aguante, estimado lector, 45 minutos con uno o dos brazos en alto. Salte y camine agachado e invente un corredor suramericano y bolivariano. Gracias, maestro".
Por eso no le gustaba estar cerca de la puerta del salón, aula o el nombre nuevo, en esta época de percibirse o auto percibirse; pero no hubo de otra.
“¡Guaicaipuro!”. La voz de Liendo tronó. Era una voz poderosa, pero no era de Liendo, sino del títere. Cincuenta voces truenan cuando repiten el nombre del cacique; algo pasa en ese momento.
Antes, Liendo cuenta un cuento, como lo cuenta en Calderas, Barinas, tierra de Orlando Araujo: brincando, siendo animal, o niña, o abuelo, mientras el sudor le empapa la camisa por la parte de las costillas. Las maestras, las tres, se vuelven niñas, con sus sonrisas de maestras. Títeres y titiritero, de repente, en el conflicto cercano, ven a su audiencia escuchar que es mejor no usar la violencia.
“¡Paramaconi!”
Y otra vez pasa algo cuando esa gente repite en coro. Una energía cuántica, diría un escritor que quiere ponerse a término con eso de morirse. No vengas tú.
Después, el títere dice algo así como miriñagüi, mientras se contorsiona con las risas. Riéndose uno, ahora que los científicos quieren que los lean, se ejercita el abdominal. Se vive en el presente, que llaman al futuro.
Hasta que Liendo se queda en silencio, mientras el silencio es otro en la Fila de Marín; en la cabina del Metro cable, al detenerse todo, como pasa a veces, se siente el vaivén. Liendo mira sin mirar y Félix Gerardi, guía de todas las galerías que quedan después de la lluvia, cuenta cómo fue que esas fotos de allá abajo, en este barrio al que nadie venía, ahora son techo y mensaje, diálogo y solución, cabilla y chor, de esos que impiden la entrada porque hay códigos de vestimenta y bueno, estamos en revolución.
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Contextualice, o problematice, tres asteriscos, de esos que se ponen entre párrafos para avisar que en el otro, se leerá otro tema, en otro lugar, en otro tiempo; como si Gerardi, el fotógrafo, caminara por Caracas viendo momentos.
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El señor, de unos setenta y cinco años, tropezó con un tocón, de los muchos que hay, y cayó de bruces justo frente a la entrada del edificio Gradillas A, en la esquina de Gradillas, a pocos metros de la plaza Bolívar de Caracas. Con el tocón, que en realidad era una tapa de alcantarilla mal puesta, se hizo el escándalo correspondiente la gente volteaba, se detenía, el señor se incorporaba, se sacudía, nombraba a la madre que parió al gobernante de turno que nunca tropezaría, y etcétera.
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“¡Un muerto, un muerto!”, gritó el joven sin camisa.
Luis Loyo arrugó la frente un poco más de lo habitual cuando hace eso que hace con la guitarra eléctrica, que no dejaba de sonar, tipo vasija de las raíces y de pueblos espabilaos y déjelo así, correctora de los mares con aguas malas y puntos.
En la olla, ese espacio en donde los jóvenes sin camisa giran sin parar y se dan coñazo parejo con sonrisa desconocida; donde la gente se aparta en centrífuga que sostiene la pared, la otra, la del concierto para que las y los niños, que también van, y están, lo puedan disfrutar. En la olla, entonces, un cuerpo cayó.
“Paren el concierto”, gritó el que veía al muerto al que me le quedé mirando, yo personalmente en primera persona, por si acaso; antes que llegaran los mejores paramédicos que trabajan en Caracas, de Protección Civil, que llegaron tan rápido que apenas vi al desmayado levantar la cabeza, voltear para decirles, porque seguro me estaba escuchando, a Gillman y a Loyo que todo estaba bien y que no estaba muerto. En ese momento otro, la multitud, pequeña, permitió el silencio y Loyo siguió el riff; al desmayado ya se lo habían llevado.
Antes, Víctor “Ksino” González, en un concierto sin mediar palabra entre canciones, hizo que esa parte del maravilloso todo que fue la celebración de los veinte años del GillmanFest en el parque Sucre de Los Caobos se colara hasta debajo el Bus Café de Ikerne.
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Sudado, Liendo camina luego de su trabajo. La pella de chimó barinés hace su efecto en Caracas. Lo veo alejarse. “En los ochenta, un titiritero alemán nos contó esto y esto y lo otro”.
"Aguante, estimado lector, 45 minutos con uno o dos brazos en alto. Salte y camine agachado e invente un corredor suramericano y bolivariano. Gracias, maestro".
POR GUSTAVO MÉRIDA • @gusmerida1
POR BENJAMÍN EDUARDO MARTÍNEZ HERNÁNDEZ• @pasajero_2
FOTOGRAFÍAS MILENI NODA •@milenisimaa
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