Todo me habla de sueño y cantares,
de paz, de amor y de tranquilos bienes
Juan Antonio Pérez Bonalde
17/12/24. Vienen las fechas, una a una se acercan atiborradas de deseos, de mercancía, de etiquetas señalando las ofertas, ofertas tras ofertas saturando el mercado, el ritmo de la calle, sonidos conocidos, gaitas y más gaitas como si no existiera otra melodía capaz de capturar el sentido.
Desciendo por la plaza, un héroe ecuestre como el mismo latido que empieza a gobernar quien busca el obsequio, porque parece que es la única fecha en que nos acordamos que existimos, porque llegamos al abrazo de la despedida del año con la energía de quien de alguna manera supone que no volverá a sentir ese cuerpo hasta las próximas campanadas, las del año siguiente tal vez.
Tal vez sea esa pulsión que recién acabo de leer en un texto de Bauman que a su vez ha sacado de Freud, la de la muerte que incita a seguir la velocidad, llegar a un desenlace sin detenerse, antonomasia de la ausencia, lo fabricado destilando sólo el vacío, como si el abismo fuera aquello que no podemos evitar.
Pero allí se alza la ciudad, más allá del borde, del asomarse a lo oscuro, porque algo más allá de la pulsión sabe que brilla y no son precisamente las cegadoras luces del mercado, es algo que late a veces sin serpentina, con la terquedad de quien se sabe humano y no necesita de fechas.
Y llega el don, espontáneo, inútil para ser captado como mercancía, el gesto, la piel que hace que la boca se estire un poquito y delate aquello que no tan subterráneo hace del rostro lo que es, acaso caricia visual como una pequeña puerta o ventana, y entramos.
Esta es mi ciudad, una ciudad casa cobijando el instinto de quien se sabe refugio bajo la gran montaña que aún, afortunadamente, arropa mis sueños.
Me quedo, espero el paso de ciclistas que siguen la ruta del paseo La Nacionalidad hasta allá, la otra plaza, circular con nombre de patria, rebosante, colorida, un poco más y me recibe el Abra Solar ofrendando destellos a los niños y no tan niños, curiosos como yo, exaltan la maravilla del momento, del genio que crea y cree más allá de las fechas, en la bondad como una máxima insoslayable de la moral venezolana.
Soy esta calle, estos caobos sin fin que me bajan el cielo frente a los espejos de agua junto a las pompas de jabón y el incienso que sale de otra plaza, la de los museos que afortunadamente han variado su manera de mostrar lo que somos acercando su pedagogía no sin exagerar a la de la misma naturaleza.
Y me veo curioso detallando al coro de artesanos explicando la manera de hacerse con la vida a partir del cuero y pequeños trozos de metal.
La calle prolonga mis sentidos, Bellas Artes, Bellas Artes, repite un cristofué aleteando entre un árbol y otro.
Otra plaza más, necesaria y nueva como el aire que respiro, de La Juventud, le han puesto, pero insisto, yo me siento uno más bajo el destello de otra gran luz, arriba, más arriba, esférica, la gran luna creciente a un costado del mural por una Palestina Libre, y rezo, pidiéndole a mi Dios que así sea.
La calle enaltece todas las buenas vibras que siento salen por los poros de patineteros de todas las edades, de mujeres y hombres cargando sus bolsas llenas de ingredientes paras las hallacas, de ropa, de ansias, de sol.
La brisa sacude la ropa, me seca el sudor, he venido sintiendo lo que creo bien puede ser el reino de los cielos, agradezco, las bocinas de las seis de la tarde se han callado, Caracas, te digo, bendita seas.
Porque nombrarte es nombrar lo posible, sigo, la gran acera me lleva por toda la gran avenida Universidad, no me di cuenta, no sé, en qué momento la México cambió de nombre, no sé cuándo, en que cruce exacto cambiará y se llamará Sucre, y me dejará pasando la plaza del mismo nombre, que me lleva hasta la gran victoria de Ayacucho, me alza y coloca por los predios de la estación del poeta Pérez Bonalde.
Su nombre, como suele suceder en estos casos, recuerda su obra, Vuelta a la Patria, y retorno, así, al sentido de lo que se supone, debía ser este escrito: la ciudad que amo, la ciudad donde he nacido, purifícame, le digo, hazme creer de nuevo en que podemos hacerte brillar aún más.
Regreso a casa pensándote de este a oeste, de oeste al suroeste, todas las avenidas, la intercomunal, la pequeña calle, la vereda, me dicen que sí se puede, que, a pesar del imparable consumo de todo lo que sale a la calle con sus variables costos, no dejaremos que los desechos, lo que supone esa misma dinámica inservible, te entierre.
Por eso creo en la voluntad de mi gente, la que le apuesta a la paz, y le pido que también te haga, cada vez más bella, agradable, lumínica, atractiva, cariñosa, con tu gran cuerpo por donde transite la esperanza, por la gloria de quien se hace contigo, sin basura que obstruya tus vías, sin olor a descomposición, sin más aroma que el de tus flores, sin más cobijo que el del abrazo que entonces no será únicamente el 31 de diciembre a las doce.
Por favor, amiga lectora, amigo lector, mantengamos limpia nuestra Caracas, porque si no lo sabes, nos hacemos con ella y desde ella.
Benjamín Martínez
@pasajero_2