16/02/2023. Las trampas de la memoria nos someten, cada cierto tiempo, a un revival que nos vuelve nostálgicos resignados, cautivos de la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Esa superstición se sintetiza en los suspiros generados por la época encapsulada que se fue, la cual revivimos entre fotos mohosas, videos oxidados y los diálogos de urbanitas aburguesados que nos dejamos someter por el desprecio al presente ante lo poco auspicioso que resulta para nuestra autorealización, temerosos además de un futuro que no se vislumbra.
La idea de una Caracas vintage es la misma que la de una Caracas “mejor”, cuando no había tráfico, ni buhoneros, ni sambiles, ni fachadas de paredes desconchadas, ni barrios impenetrables. Es la idea de una ciudad de postal, elegantemente abreviada entre colorines que lo mismo pasa por la estampa de una calle de Nueva York o de París, aséptica, descafeinada, emotiva, melancólica.
La memoria logra ese cometido: en su afán por “escoger” lo más grato de entre los archivos muertos para cubrirnos las heridas psíquicas y emocionales, arrastra consigo los flashs de un tiempo glamoroso, festivo, casi siempre relajado y divertido en el que nos movimos cómodamente, y aparentemente fuimos felices.
Escribió el Gabo, quien murió sufriendo demencia senil y despiadados ataques de olvido, que “la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla” atestándole una estocada mortal a la fe ciega en el ayer. Vargas Llosa, su archienemigo peruano (amigos casi hermanos en una etapa del boom latinoamericano y luego oponentes ideológicos), fue más enfático en su análisis de ese ardid llevado a la literatura, con su ensayo El arte de mentir: “Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos -ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que llevan. Para aplacar -tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela hay una inconformidad y un deseo”.
En la película Media noche en París, del más neurótico Woody Allen, esa inconformidad con el presente parece resolverse a través de un apetito voraz por lo retrospectivo, lo que impulsa a sus protagonistas a saltar cada vez más atrás en el tiempo hasta conseguir su ideal Belle Époque. Enrique Bernardo Núñez, el cronista por excelencia de la Caracas de los techos rojos, observó la grandiosidad pasada cuando se detuvo a describir al valle del Guayre o de los taramainas. Picón Salas se alarmaba frente al presente: “Se fue haciendo de la ciudad una especie de vasto -a veces caótico- resumen de las más variadas ciudades del mundo: hay pedazos de Los Ángeles, de San Pablo, de Casablanca, de Johannesburgo, de Jakarta. Hay casas a lo Le Corbusier, a lo Niemeyer, a lo Gino Ponti. Hay una especial, violenta y descuidada policromía que reviste de los colores más cálidos los bloques de apartamento”. Aquiles Nazoa, otro imprescindible fisgón de la ciudad, hizo sus críticas al presente opresivo en contraste con un pasado idílico, y expuso mediante la crónica sus angustias de custodio: “Caracas ha sido para nosotros en estos últimos veinte años, un infatigable espectáculo de subversión y trastocamiento”.
El espejismo de la Venezuela Saudita
Como acto defensivo, la memoria caraqueña ha sabido congelar algunos clics de cuando “éramos felices y no lo sabíamos”. Éramos jóvenes y despreocupados y en la misma medida frívolos y alegres, y copábamos los espacios que fue edificando la bonanza del petróleo en su remedo de ciudad cosmopolita para construir el andamiaje de una urbe que se entretenía lo suficiente, mientras la pobreza era silenciada en los medios o reducida a un espectáculo pintoresco y la queja pública dejada para el anecdotario que sonaba como un rumor lejano y oculto.
Lo mismo que las reglas sociales fallecían en las tardes solariegas del cuadrilátero fundacional para que las damas del mantuanaje pudieran asomarse al enrejado de las ventanas a ser cortejadas por los serenateros, la juventud caraqueña de la segunda parte del siglo XX descubrió los locales de distracción comercial como un respiradero natural. Eran las ráfagas aleatorias del boom petrolero que asentó el espejismo de la Venezuela Saudita y erigió pequeñas réplicas de Las Vegas, California o Los Ángeles en Bello Monte, Sabana Grande o la avenida Urdaneta, donde se divirtió una generación variopinta.
La Caracas de ayer, o retro Caracas, o Caracas vintage, se ha convertido en una categoría muy recurrida en las redes sociales que es donde se decide la “realidad” hoy. Se trata de un constructo que profundiza en esos paisajes y nos remite a varios hitos de grata evocación que intentaremos desmenuzar, si la memoria no nos falla.
Una arqueología romántica
La ciudad, logramos recordar, se balanceaba en Metro, entre merengue y tecno-house, desde Petare hasta La Pastora. En ese trajinar, las gestiones para alcanzar la felicidad familiar o personal se dirigían hacia el tinglado urbano que se abría en flor, siempre de espaldas al Ávila, redescubierto muchos años después y con otro nombre. En vez de bodegones y almacenes chinos, Caracas se desbordaba de franquicias o imitaciones de marcas norteamericanas, que encontraron en la ciudad su púlpito con adoradores y comulgantes. Se dispararon los Tropiburguer, los Sears, Bazar Bolívar, Selemar, los helados de Tiffany en el Centro Comercial Las Mercedes y el Drugstore del Centro Comercial Chacaíto, con sus perro calientes alemanes de un metro: “¡Qué tiempos aquellos!”.
Objetos de una identidad temporal, sin llegar a tradición en el sentido clásico del concepto que explica la cultura espiritual dominante de la sociedad y sus costumbres, esos establecimientos han ido apareciendo y desapareciendo pero se han alojado en la memoria como una aflicción de cuando éramos jóvenes y menos prejuiciosos, y tuvimos a nuestros pies una ciudad prácticamente por descubrir, que representó un reto y un estímulo por cada experiencia nueva.
Cada cierto tiempo se renueva ese espíritu de arqueología romántica. Es la memoria petrificada que trata de respirar por entre laberintos del tiempo. Caracas, una capital construida a retazos, suele hurgar en la trastienda para recobrar sentido de pertenencia ante lo que aparece en sustitución de lo que se esfuma según las apetencias de los terrófagos y los poderosos. Donde había un automercados CADA ahora hay un Hiper Forum, y donde se hallaba la botica de Ña Carmen ahora un Farmatodo.
Los vinilos, el outfit vintage, lo chic del old-fashioned, el heritage, la memoria conforme que se pasea por los “lugares de encuentro” de una ciudad de paisaje audaz, “moderno”, insólito, con su vertebración punk de Sabana Grande y Heavy Metal de Chacaíto, su El Maní es así para los adictos a la salsa de la avenida Solano. “Los carnavales en La Cueva del Oso en el Edificio Polar de la Plaza Venezuela, y las tardes de toros al salir del Nuevo Circo a seguir la farra en el Restaurant La Haya, en la Plaza La Estrella de San Bernardino” como escribe Joaquín Ramón en su blog Venezuela de antaño. La bohemia militante y poética de la calle Lincoln, antecedente del bulevar de Sabana Grande, lanzada a reformar el mundo calmadamente en el café Piccolo Mondo, en la librería Suma o gravitando entre sus tascas y pizzerías como Franco’s, Il Vecchio Mulino, Camilo’s, Da Guido, La Vesubiana. Los que llegaron un poco después, entre artistas e intelectuales que se dedicaban a abejorrear (bello verbo catapultado por García Márquez) entre las catacumbas del Tercer Mundo, los chinos más malandros de Caracas frente a la CTV de La Candelaria, y la infaltable Alaska para las cervezas de las tres de la mañana.
Más allá del extremismo de los apologetas del pasado, que en el fondo son inofensivos, hay quienes capitalizan esta operación engañosa de la memoria para avivar el odio al presente, que en algunos casos se puede convertir en delirio de negación o nihilismo. Se nutre, además, de la privación de la verdad por un asunto de comodidad: pocos desean recordar que habían menos derechos civiles, menos inclusión, que Caracas era una ciudad brutalmente excluyente. Suele recitar el poeta Víctor Bueno: “Yo solo creo en el presente”.
POR MARLON ZAMBRANO • @zar_lon