04/11/25. A veces, aunque no se vaya la luz, cierro los ojos, lo hago encandilado por tantas pantallas, tanta falsa incandescencia que implosiona vertiginosamente la vida.
Siguiendo al mismo Robinson: los pueblos generan sus propios seres que colaboran de manera decisiva y desprendidamente, a su emancipación.
Lo hago pensando que en América, en esa América Toda que Existe en Nación, la nuestra, la grande, Matria exhaltada en cada andar por los cerros y los llanos y la costa de mi tierra, existió y existe de múltiples formas un hombre, ser humano excepcional que supo no sólo asir, captar, procesar y transformar lo mejor del pensamiento tan ilustrado como romántico de la Europa de su tiempo.
Nos referimos aquí al gigante que fue y es, Don Simón Rodríguez, un caraqueño nacido el 28 de octubre de 1769 y fallecido en Perú, el 28 de febrero de 1854.
Digo su nombre y es nombrar la pequeña casa transformada en escuela donde cursé casi la totalidad de mis primeros grados de primaria.
Digo su nombre y es entrar en el dibujo de sus gafas sobre la frente como un abuelo sabio y tierno que me escucha al pronunciarlo, que me sigue enseñando a valerme por mi mismo, antiguo mantra más allá de Kant, socrático.
Digo su nombre pensando en una de mis jóvenes colegas que actual y afortunadamente, hoy dicta un seminario universitario sobre su legado, y la escucho prometiéndome acompañarla a una de esas sesiones.
Y es que no sólo se trata del “inventamos o erramos” me dirá otra colega, en otro oficio, este por ejemplo, el del decir-se sentido, ni tampoco se trata exclusivamente del “aprender haciendo”, ni del quitarse la franela para auscultarse el pecho y poder destacar así la complejidad de la anatomía humana.
Se trata, además, de una pedagogía liberadora mucho antes del también enorme legado del hermano brasileño Paulo Freire. Se trata de comprender que sólo seremos libres en la medida en que podemos reconocernos como hacedores de cultura, como valores inalienables de nuestro ser histórico-político. Que sólo seremos libres desde la creatividad humana que implica nuestra praxis, donde el arte mismo es inseparable de nuestra identidad.
Es cierto, tal vez pudiéramos sostener que este Samuel Robinson como se llamó así mismo, era una actualización americana del también grande Rousseau, pero eso sería injusto. ¡No! Siguiendo al mismo Robinson: los pueblos generan sus propios seres que colaboran de manera decisiva y desprendidamente, a su emancipación. Y es lo que hizo este maestro del Libertador Simón Bolívar, a quien acompañó a realizar su juramento en el Monte Sacro.
De hondo sentido moral, comprendió el enorme valor del trabajo manual como potencia del despertar cognitivo y afectivo, y al mismo tiempo, del valor del quehacer ciudadano desde los primeros años de vida en contra de todo dogmatismo cegador de la conciencia.
Viajero de una curiosidad incansable, recorrió gran parte de Europa llegando incluso hasta Rusia donde estuvo encargado de una escuela primaria. Su legado se pierde de vista, y no basta decir que tuvo importantes cargos bajo el gobierno de Simón Bolívar, como el de Director de Educación Pública, Ciencias, Artes Físicas y Matemáticas en Bolivia, además de haber ideado e instaurado primero en Colombia y luego en Bolivia la “Escuela-Taller” como parte de su prédica “aprender haciendo”.
Dicen que sus restos mortales reposan en el Panteón Nacional, en Caracas, pero yo creo que él sigue vivo en cada hombre y mujer de bien, más allá de nuestras fronteras nacionales. Así como en la conciencia de nuestro pueblo, donde otro hombre igualmente grande, Luis Beltrán Prieto Figueroa, actualizó su legado, creando el Estado Docente y lo que es hoy el INCES. ¡Larga vida a Samuel Robinson!

POR BENJAMÍN EDUARDO MARTÍNEZ HERNÁNDEZ • @pasajero_2
ILUSTRACIÓN ASTRID ARNAUDE • @loloentinta