28/08/23. Hace seis años, aproximadamente, mi peor pesadilla me estalló en el rostro. Cuando salpicaba la cocina de aceite hirviendo, mientras freía una docena de tequeños para el cumpleaños número diez de mi hijo mayor, un barullo al centro del apartamento acaparó mi atención. Los amiguitos de mi chamo, su hermano y dos o tres vecinas entrometidas de las que no se resisten a un cumpleaños de muchachos para ir a chismear, formaron un círculo alrededor de dos carajitos que en principio, parecía que se preparaban para una coñaza. Helado, frente al conflicto vecinal que vaticinaba el acontecimiento, esperé el primer puñetazo de uno de ellos sobre el contendor, que no era otro que el cumpleañero. De pronto, alguien apagó la luz y otro encendió una lámpara estroboscópica que no sé de dónde salió, y lo siguiente fue ver al atacante llevarse la mano en forma de túnel a la boca y arrancar con un palabreo ininteligible de metáforas inverosímiles, rimas infantiles y desplazamientos de gángster newyorkino que sólo había visto en algún despreciable videoclip de 50 Cent a quien, hasta entonces, rechazaba con toda la vehemencia de mi “buen gusto”.
Al borde del patatús, un soponcio, el famoso beriberi, la madre de mis hijos tuvo que sostenerme antes de caer desmayado sobre la sartén aceitosa y los tequeños chamuscados, cuando vi a mi hijo ensayar la misma performance corporal para responder al confuso reto que el otro le había dejado en el aire entre vítores de amiguitos exaltados y vecinas histéricas, mientras retumbaba el beat repetitivo de una pista de “scratch”.
A las horas, sin reponerme aún de lo que consideré un ataque artero al rito augusto de un cumpleaños venezolano en el seno de mi propio hogar, con su piñata y probablemente la hora loca para rematar con los “criollísimos” acordes del Cumpleaños Feliz, recordé la vez que a la misma edad del cumpleañero me aturdió el ajetreo verbal de Perucho Conde, anodino personaje de la farándula venezolana que principiando los años ochenta del siglo pasado nos mostró a los caribeños que el rumor enigmático de un sonido del Bronx ya tenía caja de resonancia en el trópico, específicamente en Caracas, Venezuela, donde un “veguero” probablemente de Altagracia de Orituco se atrevía a parafrasear la verborrea de un MC (Maestro de ceremonia) rapeando entre solos instrumentales (breaks) para sostener el ritmo contagioso de La Cotorra Criolla, posiblemente el primer rap en español del que se tenga registro, con una letra cargada de crítica social y arengas frente a la situación-país.
¡Te lo juro pana, te lo juro pana!
Dígame el precio que está el café
La leche, las caraotas y el papel tualé
Tomate, papa y queso baratos se ven
Sólo en la cuñas de la TV
Si son las frutas dígame Ud.
Quedaron pa' los ricos y familias de caché
Esta gente que quiere yo no sé
Será que nos acostumbremos
Por ahora a no comé
Si como nié, si como nié!
Subieron las arepas
Subieron los cigarros
Subieron los pasajes
De autobuses y de carros
El cinturón
Yo me lo amarro
Y no he caído
Porque me agarro
Ya casi no me baño
Porque el agua es puro barro
Y subí de peso
Con tanto sarro
No puedo ni afeitarme
No hay agua en el tarro
Y el Inos no sabe
Ni adonde queda el barrio
¡Pásame un jarro, pásame un jarro!
No tenía idea, ni antes ni la vez que los niños del edificio se enfrentaron en una guerra de freestyle en pose gangsta desde la salita donde antes jugaban a armar castillitos de lego, que la Cotorra nació un año después de que la agrupación The Sugar Hill Gang colocara en la radio su exitosa Rapper´s Delight, el primer tema de este polémico género que se impuso en las listas de popularidad de Estados Unidos y luego del mundo entero, pistoletazo de salida que detonaría una revolución en la historia de la música, con un alto impacto en ciertos niveles de la cultura popular venezolana.
Del griot africano a la cultura hip hop
Por casi cuarenta años me paseé por el rock, reggae, ska, música tradicional venezolana y latinoamericana y hasta joropo tuyero pero nunca, ni por casualidad, volteé mi mirada hacia el rap, estilo musical que siempre asocié a todo lo que rechazaba: violencia, ambiente malevo de periferia, lo ilícito y marginal, y más recientemente las marcas costosas, el lujo, el dólar y la desvalorización y maltrato a la mujer.
Nacido en las calles más difíciles de una ciudad casi en ruinas, el rap estalló en Nueva York como respuesta juvenil al desasosiego de la pobreza, los estigmas raciales y la falta de oportunidades, de la mano de un adolescente negro de nombre Áfrika Bambaataa quien en 1973 expuso desde la ventana de su vivienda en el conjunto habitacional Bronx River, unas cornetas conectadas a un tornamesa que dejaron surgir los primeros compases de varios tocadiscos usados como instrumento musical, lo que luego se denominaría scratch.
Mucho antes fue la danza, tambores y cantos de los griots del oeste africano, primera inspiración según los etnomusicólogos, antes de atravesar el atlántico en barcos esclavistas que aterrizaron en las nuevas “posesiones” europeas y dieron paso a la “canción hablada” que ha sido parte de la cultura negra a lo largo de todo el continente americano.
Finalmente, en la costa este norteamericana, el rap o la música que incorpora "rima, habla rítmica y jerga apoteósica" según Wikipedia, se hizo parte de un tejido cultural que incluye grafitis, skaters, danza estilo breakdance, que en su conjunto pasó a denominarse “cultura hip hop”.
Freestyle y tolerancia
En la plaza de La Candelaria, frente al templo donde reposan los restos del beato José Gregorio Hernández, se arman unas trifulcas verbales apoteósicas, protagonizadas por adolescentes cuya arma más poderosa es la lengua. Al lado se juntan viejitos jubilados para jugar cartas, dominó y ajedrez, y más allá, algunos vecinos solitarios dan vueltas con sus perros hasta que logran deponer (los perros) sus excrecencias al aire libre, como quien no quiere. Casi todo está pactado, incluso los horarios de las batallas de “freestyle” que se ejecutan siempre y cuando no interrumpan la misa. De resto, sobre todo los fines de semana, los encuentros son antológicos y han cosechado tal fama que la mayoría de los medios (venezolanos y extranjeros) han documentado el acontecimiento, y las redes sociales dedican una amplia cobertura al encuentro informal, desenfadado y casi prohibido de chicos y chicas que se lanzan rimas retadoras de las que siempre emerge un ganador o ganadora por aclamación popular. Rap sin grosería, un canal de YouTube dedicado a la movida, mantiene a estos muchachos en altos estándares de popularidad.
En la plaza 24 de Julio de Guatire, otro foco de gran impacto entre los seguidores de este movimiento underground, se reúnen los fines de semana los chamos de un gremio denominado Miranda League con un canal de YouTube que ha marcado huella con improvisaciones, festivales y toques, al punto de que un “punch line” de aka Nember, famoso rapero guatireño, conmovió al mundialmente reconocido promotor de batallas de rap Misionero, organizador y presentador de encuentros como FMS (Freestyle Master Series), Red Bull, ligas en España, Chile y Argentina, quien reaccionó con un video aprobatorio a una de sus rimas.
Mucho antes fue la danza, tambores y cantos de los griots del oeste africano, primera inspiración según los etnomusicólogos
Los estigmas siguen siendo una dura carga: el encuentro Origen showcase que se escenificó en la plaza guatireña para lanzar públicamente el reencuentro musical de la agrupación Kultura Santa, suscitó una agria polémica con la jerarquía eclesiástica que prácticamente les señaló de herejes y los condenó al infierno, por coincidir durante sus improvisaciones con el inicio de la misa de la tarde.
La historia reciente y la meca Maracay
La historia del rap en Venezuela no es nueva, como ya adelantamos, pero su presencia comercial y masiva es relativamente reciente, desde que pioneros del nivel de La Corte, Vagos y maleantes, Guerrilla Seca, DJ 13, Dr. Scratch, 3 Dueños y la compilación Venezuela Subterránea colocaron en la mira a la escena rapera venezolana entre mediados y finales de los años noventa.
Hoy día, el epicentro del rap no es precisamente Caracas sino Maracay, de donde ha salido una camada impresionante de figuras de alcance internacional como Akapellah (específicamente de Palo Negro) quien ha grabado con gigantes como DJ Khaled, Akon y Fat Joe, pero en cada ciudad capital o pueblo aislado irrumpen singulares “hipoperos” de importancia hemisférica, como el mítico Canserbero (estrella y mártir, también de Maracay) o los divertiros Campesinos Rap, quienes han mimetizado la jerga rural venezolana con los modismos y anglicismos del hip hop.
Los estigmas siguen siendo una dura carga: el encuentro Origen showcase (...) suscitó una agria polémica con la jerarquía eclesiástica que prácticamente les señaló de herejes y los condenó al infierno
Neutro Shorty (ahora sonando como el mejor sonero), Apache, Gona, Gregory Palencia, Lil Supa, etcétera, despuntan como estrellas del mundo hispanoparlante del rap, y su presencia protagónica y éxitos de tarima son, dicho por los conocedores latinoamericanos, arrolladores. Pero -siempre hay un pero- la escena no tiene mayor pegada comercial porque “existe el talento, pero no hay una infraestructura comercial” nos advierte un reincidente aka Cenz, quien ha luchado durante años por agremiar y dignificar a los hipoperos de la región.
“Más allá de ser un género musical, el hip hop ha sido una forma de ver la vida, de hacer rutinas, y eso se traduce en una autoexpresión e identidad del ser humano. Es una manera de comunicarse auténticamente, a través de letras, bailes, experiencias, aspiraciones, luchas, y creo que eso ha conllevado a que muchas personas congenien con situaciones similares y se sientan identificadas a través de este movimiento” relata Ruedak, actual voz femenina del rap venezolano con importante presencia en escenarios habitualmente dominados por chicos.
La salsa, hay que decirlo, sin duda es la expresión de música urbana más popular y extendida en la juventud venezolana desde que estalló el boom de la Fania en los años setenta del siglo pasado. Pero, en proporción con la irreverencia y narrativa de los tiempos que corren, parece que el rap, como fórmula musical, es un eje transversal del lenguaje chancero pero efectivo de esta generación. Lo intuyo, y en ello me ayuda mi chamo, el rapero de diez años que ahora, a sus dieciseis, toca la Gymnopédies No. 3 al piano, una compleja elaboración del genio de la música clásica Erik Satie, y lo hace casi con la misma fascinación con la que escucha a Kanye West quien ocupa un nivel superior (según me explica mi hijo) a lo que alguna vez fue novedoso en el rap.
Para mí, ese eclecticismo es una lección de tolerancia y evidencia del perfil de un chamo promedio del siglo XXI.
POR MARLON ZAMBRANO • @zar_lon
FOTOGRAFÍAS MICHAEL MATA • @realmonto