02/10/23. Vendió unos cocales que poseía en las costas del golfo de Paria y compró en Caracas, en la parroquia aristocrática de Altagracia, una casa antigua, para reformarla y constituirla en hogar de su familia. Al estudiar las escrituras resultó que la casa había sido solar ilustre, fundado por un auténtico marqués de la Colonia, y este descubrimiento llenó de legítimo orgullo a don Alberto Mengánez.
No era don Alberto persona propensa a la vanagloria del linaje. Sus manos habían encallecido en el laboreo de la tierra, y la acomodada situación monetaria que derivara de él ni lo desbastó completamente de la esencial campechanía, ni mucho menos lo hizo olvidar el origen humilde. Cifraba su orgullo en esos rudos conceptos de la hombría de bien y del esfuerzo propio, peculiaridades de las razas trabajadoras, y esto era como un callo más en su persona, un callo del espíritu, con todas las ventajas y los inconvenientes de estas excrecencias córneas con las cuales la piel se defiende endureciéndose; pero por muy curado que estuviese de vanidades nobiliarias, el abolengo de su casa fue para él motivo de justas satisfacciones: en primer lugar, porque un marqués es siempre para un plebeyo algo que inspira cierto supersticioso respeto, y porque al adquirir la mansión marquesil su instinto democrático se complacía, como si ejerciese represalias por resentimientos dormidos en la inconciencia, pero latentes en su sangre; en segundo lugar, y este era perfectamente consciente y justificado, porque sabía que su mujer, “la incomparable Suncha”, como la llamaba cariñosa y respetuosamente, iba a darse el mayor gusto de su vida, habitando en la casa que fue solar de un marqués.
Era Asunción Sotomayor de Mengánez una de esas matronas que saben hacer valer sus merecimientos y que están siempre como sentadas en un trono, recibiendo el homenaje de propios y extraños. Poseía el arte de la amabilidad lisonjera y vivía decantando las ejemplares virtudes que resplandecían en su hogar, hecho en el molde de los hogares antiguos; modelos de hijos respetuosos y amorosos eran, en su boca, los suyos y dechado y pasmo de maridos el sin par Alberto. De esta manera, retenidos y obligados por la suave violencia de la lisonja, hijos y esposo estaban siempre prosternados ante la mayestática persona de doña Suncha. Hablaba esta en verso —como decía don Alberto para ponderar la propiedad y la corrección gramatical, cuasi castiza, de los parlamentos, que no simples conversaciones de su mujer— y poseía una evidente debilidad por los achaques de linajes. Aseguraba que descendía de cierto vago y remoto noble español, un tal de Sotomayor, de quien venía hasta ella un claro chorro de sangre azul, tan derechamente que no había necesidad de demostrarlo; aunque en realidad no lo hacía jamás a causa de un abuelo pulpero que estaba atravesado por allá y mejor era no menearlo, porque no a sabía lo que podía haber detrás de él.
Seguíala don Alberto, sumiso, en estas incursiones genealógicas y cuando la veía sortear el abuelo pulpero acudía, con muestras de exquisita delicadeza, a cambiar el tema de la conversación, pesaroso de aquel contratiempo que impedía a su incomparable Suncha pasearse a sus anchas, cauce arriba, hasta las propias fuentes del claro chorro de sangre azul que llenaba las venas de los Sotomayor, porque, aunque a su manera de ver, eminentemente práctica, esto de las genealogías le parecía cosa muy discutida y sin mayor valor efectivo, también era cierto que a una mujer como Suncha, tan persona, debía perdonarle cualquier debilidad él, que se sentía reconocido hacia ella, y hasta cierto punto se avergonzaba por haberla hecho madre de una chusma incontable de hijos, lo que, viéndolo bien, era una brutalidad de su parte.
Así, pues, pensando en la satisfacción que iba a experimentar Suncha, don Alberto estaba que no cabía en sí con la adquisición de la casa del marqués. Gastó un dineral en las obras de modernización, y bajo una profusión de molduras, relieves, adornos y pinturas de pésimo gusto, desapareció el noble aspecto de la sencilla construcción antigua. Reemplazó a la comodidad la lindura: las gruesas paredes que mantenían en las habitaciones un confortable frescor fueron sustituidas por delgados y calurosos muros de cemento armado; en el patio, donde había cuadros de tierra para el jardín, reverberaba ahora al sol tórrido de los mediodías el mosaico abigarrado y reluciente; costosas romanillas con escandalosos vidrios rojos y azules y exceso de carpintería de pura apariencia, centelleaban en la cruda luz y le daban al interior un aspecto de jaula de fantasía; la fachada, más que obra de arquitecto, parecía de repostero, y en todas partes había sobrado sitio para que el polvo se depositase. Luego los muebles, por el mismo estilo: mucha vanidad de enchapado, mucha ebanistería barata, exceso de dorado y sobra de cortinaje impropio del clima, mucho cuadro de quincallería, entre los cuales estaban los inevitables Napoleones, mucha estatua de falsa terracota y fementidos jarrones chinescos. Pero todo aquello estaba hecho a la medida del gusto de los Mengánez.
Llegaron estos a Caracas cuando la casa estuvo concluida. Eran cuatro muchachas, la menor de las cuales rayaba en los quince, dos niñas en edad escolar y un jovencito que se afeitaba el naciente bigote. Ponderaron el exquisito gusto con que don Alberto había decorado y amueblado la casa, haciendo coro a los gramaticales elogios de doña Suncha, quien, prudentemente, dejaba los reparos que tenía que hacer para el cordial palique que, según costumbre, mantenían ella y su marido en el lecho conyugal mientras venía el sueño; pero el júbilo de los Mengánez desbordó en cantarinas exclamaciones cuando don Alberto les dijo que les había comprado un soberbio automóvil de siete pasajeros, con resplandecientes farolas de cobre que parecían de oro y lujosa carrocería de color broncíneo. En la tarde del mismo día de la instalación de las Mengánez abrieron las ventanas y en dos de ellas, en sendas parejas, se sentaron a exhibirse, cruzando entre sí miradas tímidas y maliciosas, que indudablemente decían:
—¡Qué te parece! ¡Estamos dando el palo!
En la ventana de romanilla, a guisa de guardián, se estableció doña Suncha con su marido. Estrenaba este un gorro de paño negro con vistosos bordados de seda; aquella atisbaba entre las celosías la impresión que sus niñas estaban causando a los transeúntes, y cuando alguno, varón, en edad nupcial y de aspecto distinguido, se volteaba a mirar los graciosos rostros desconocidos, ella sentía un delicioso escarabajeo en las entrañas maternales. Pero decía a don Alberto:
—¡Estos jóvenes de Caracas! Parece que se imaginaran que las muchachas son objeto de exhibición. ¡Cómo se las quedan viendo! ¡Seguramente no abundan aquí las muchachas bonitas!
Al día siguiente estrenaron el automóvil. Doña Suncha atrás, entre las hijas mayores, las otras dos en los asienticos y don Alberto al lado del chofer. A las pequeñas les ofrecieron llevarles dulces a cambio del paseo. La velocidad de la máquina les producía angustia fisiológica y sobresalto: respiraban afanosamente, temían volcarse a cada momento, se agarraban con disimulo a las bandas del carro, no hallaban qué hacer con los sombreros. Doña Suncha fingía admirablemente estar acostumbrada a aquel género de locomoción. Eso sí, juraba que no lo usaría más.
—Una y no más, santo Tomás.
Entraron en la Avenida de El Paraíso. Don Alberto ordenó al chofer que disminuyese la velocidad para que la familia pudiese admirar las bellezas del paseo; pero las Mengánez se limitaban a mirar con los rabillos de los ojos, por temor a que la admiración las hiciese aparecer como pueblanas. Solo en los sitios donde no había transeúntes aventurábanse a contemplar las quintas aristocráticas que lucían su arquitectura exótica entre jardines bien cuidados. En cambio, miraban con un aire de suprema distinción a las personas que pasaban en otros automóviles o en coches, y con esa eficacia de la rápida atención femenina a trajes y maneras de moda, aprendieron, a las primeras ojeadas, que las mujeres de tono cruzaban las piernas, y adquirieron la dolorosa convicción de que sus vestidos y sombreros estaban demodados y no eran lo bastante lujosos. Desde entonces acabóseles el placer del paseo y quisieron volver a casa. Pero don Alberto, que iba orgullosísimo de su familia y de su automóvil, se empeñaba en que debían continuar cogiendo aire.
Alguien que pasaba en un coche les gritó manoteando:
—¡Adiós!
Doña Suncha inquirió, dignísima:
—¿Quién es ese negrito que las saluda con tanta confianza?
—¡Mamá! ¡Si es José Luis!
—¿Mi hijo? ¡Ay, Dios grande! ¡Cómo he podido confundirlo! Es que esta carrera no le deja a una ni ver las personas.
Rieron las Mengánez; pero doña Suncha se puso muy seria. El haber confundido a su hijo José Luis con un negrito no le hacía gracia. Instintivamente miró a don Alberto, al mismo tiempo que pasó por su mente el pensamiento de aquel abuelo que estaba tan inoportunamente atravesado con su pulpería en la línea genealógica de los Sotomayor.
Entretanto José Luis Mengánez, repantigado en su coche, recorría el paseo buscando en el entorno poético de la joyante campiña atardecida, la voz de su musa, porque José Luis se sentía poeta, mejor dicho: era poeta. Paseaba las errabundas miradas por los suaves lomos de las colinas dormidas, en una dulce paz eclógica, en la luz espesa y dorada del crepúsculo de enero y echaba el alma a derretirse de emociones estéticas en lo que él llamaba, muy orgulloso de la novedad de la metáfora, la copa volcada de los cielos.
Tenía apremiantes urgencias de concebir su poema, pues por aquellos días acababa de promover una revista de Caracas un certamen literario. Era necesario que él concurriese, estaba seguro de que iba a triunfar y a imponerse. Él necesitaba imponerse. Ya sus hermanos mayores, el médico y el abogado, habían ganado para el apellido Mengánez sendos lauros que hicieron época en los anales universitarios y a consecuencia de ello estaban en Europa, perfeccionando sus estudios, pensionados por el Gobierno. Él también era un Mengánez, poseedor de un positivo talento, en cuya alma ardía el fuego sagrado de la poesía.
II
Automóvil propio, abonos a las temporadas del Municipal, vecindario aristocrático y un decidido propósito de llegar a las más altas esferas sociales, sin parar mientes en escrúpulos ni en delicadezas, allanaron a las Mengánez todos los caminos. Aprendieron a jugar tenis, a dar las gracias en inglés, a beber té sin hacer grimas, aunque les parecía un brebaje horrible; a andar cadenciosamente, como la Bertini, y a llevar con una relativa elegancia un bastón casi tan grande como el de Fiora Tosca. Y con esto, y con la gracia de las caras bonitas, a poco llegaron a ser algo así como las niñas mimadas de la high life caraqueña.
Pero fue José Luis el factor principal de aquella benévola acogida que hallaron desde un principio en los salones del buen tono. Obtuvo el poeta en agraz una plaza de cronista galante en uno de los periódicos más leídos, y halagando desde allí la vanidad de la gente anónima que se desvive por ver publicados en los periódicos sus idas y venidas, quebrantos y convalecencias, José Luis se convirtió en un personaje importantísimo del pasatiempo social, y al arrimo suyo introdujéronse las hermanitas y, naturalmente, doña Suncha. En cuanto a don Alberto, este procuraba estar fuera de Caracas el mayor tiempo posible. No se sabía en dónde, ni en qué; pero es lo cierto que don Alberto casi siempre estaba ausente.
Llegó el término del plazo señalado para el concurso literario, al cual envió José Luis Mengánez un poema en alejandrinos titulado Ámbares resplandecientes, y por uno de tantos motivos que hacen en estos casos salir premiada una obra, el poema de José Luis obtuvo el primer premio. Un día aparecieron su nombre y su retrato en todos los periódicos de la capital y quedó consagrada su reputación de altísimo poeta.
El triunfo coincidió con la vuelta de Europa del Mengánez médico y del Mengánez abogado. Los amigos de ambos les hicieron suntuoso recibimiento en el Club Venezuela y los periódicos echaron a volar nombres famosos, afirmando que de ahí en adelante iba a haber en el país verdadera ciencia, porque los Mengánez venían a romper la cerrazón intelectual y los moldes caducos en los cuales yacía, con siglos de atraso, el aprendizaje de la medicina y de la jurisprudencia, divulgando los avanzadísimos conocimientos que habían adquirido en el íntimo contacto con las eminencias mundiales, durante su estada en Europa.
Bajo el influjo de esta aura favorable que cargaba sin fatiga el glorioso peso del apellido Mengánez, aumentó el prestigio social de que ya gozaba la familia. Recibos y saraos congregaban en la antigua casa del marqués a lo más florido de la sociedad de Caracas, y Mengánez para acá, y Mengánez para allá, este nombre estaba “en el vuelco de todos los corazones”, como dijera un chroniqueur de una de aquellas fiestas, profanando la divina frase del Libertador.
Pero transcurrió el tiempo y, a pesar de los Mengánez, la medicina y la jurisprudencia permanecían en el mismo estado de antes, y se descubrió y se divulgó que el médico no había hecho sino pasear los bulevares de París y a la hora del regreso comprar aparatos e instrumentas para montar en Caracas una de tantas clínicas; y el abogado otro tanto, o acaso menos, pues en su maleta solo trajo dos o tres ejemplares de esos que se venden en los muelles para matar el fastidio de los viajes y de los cuales libritos de bolsillo el Mengánez jurista sacó, sin más trabajo que el de una traducción galicada, un artículo sobre penología, que sorprendió a los incautos.
En cuanto a José Luis, su altísimo numen, después de un tiroteo de sonetos insustanciales y de páginas de álbumes donde había muchos cisnes, cayó en un irremediable mutismo, que no permitió ni darle la bienvenida a María Guerrero ni ponerles letra a las danzas de la Pavlova.
De este modo, ya porque el positivo talento de los Mengánez hubiera dado todo lo que podía dar en aquella momentánea conflagración de hogueras de papel que fue el éxito de los Mengánez doctores y del que alcanzó José Luis con su poema en esa faz del poeta de indigestión literaria, en el cual se vomitan, tal como se ingieren, todas las lecturas; o ya porque la inconstancia característica de nuestros entusiasmos apartara de la casa de los Mengánez aquella corriente de admiración que fuera hacia allí, como los ríos hacia el mar, lo cierto fue que la ciudad empezó a fastidiarse de no verles hacer nada notable, y con la misma facilidad con que cerró en torno a ellos las filas del prestigio, les hizo el juego del vacío.
Disminuida la clientela, el médico tuvo que mudar la clínica a una casa menos lujosa y más pequeña; el abogado, cansado de perder pleitos defendiéndolos, se dedicó a sentenciarlos, como juez de primera instancia; José Luis perdió su plaza de cronista galante, porque ya sus crónicas se estaban haciendo fastidiosas y nadie las leía, y de este fracaso de la familia ni siquiera se salvaron las muchachas. A fuerza de aspirar a maridos ideales, naturalmente extranjeros, porque, con razón o sin ella, todos los “jóvenes de aquí” les parecían “cualquier cosa”, se quedaron sin pretendientes y hasta sin amigos. Empezaron a correr a propósito de ellas, especies maliciosas: ahora se las encontraba ridículas y se las calificaba de advenedizas. Sus recibos y saraos empezaron a quedarse desiertos; ya había personas que no las trataban.
A todo esto, se añade el desmejoramiento de la situación económica. Don Alberto vendió el automóvil, y para hacer ahorros se vio en el caso de alquilar la casa del marqués y mudarse a una más pequeña. Doña Suncha sufrió por sí y por las hijas; pero como siempre sabía hacerse dueña de la situación, soltó una máxima edificante:
—Esto les prueba, hijos míos, que todo en el mundo es vanidad de vanidades y pasa como el viento.
Poco más o menos al mismo tiempo decía un joven en el Club Paraíso:
—¡Cómo se acabaron los tés de las Mengánez! ¡Tanto que nos divertíamos en la casa del marqués!
Y otro, mordaz:
—Ya ellas no toman té. Ahora lo que toman es café. Como antes: su cafecito aguarapado.
Publicado en Actualidades (1919)
El autor
Rómulo Gallegos
(Caracas, 1884-1969)
Narrador insigne al que se le considera el más destacado novelista venezolano del siglo XX. En paralelo a su labor literaria, desarrolló una carrera política desde muy joven, llegando a ocupar, durante nueves meses, la Presidencia de la República en 1948. La trepadora (1925), Doña Bárbara (1929), Pobre negro (1937), Canaima (1935) y La brizna de paja en el viento (1952) se cuentan entre sus novelas más reconocidas. Publicó además los libros de cuentos Los patriotas (1911), La rebelión y otros cuentos (1946) y La doncella y el último patriota (1957). Obtuvo distinciones en numerosas universidades nacionales e internacionales, ganó el Premio Nacional de Literatura (1958) y fue nominado 9 veces al Premio Novel de Literatura entre 1951 y 1967.
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS